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El daño a los niños

Los abogados de los acusados en el mal llamado, a mi entender, juicio del Raval solicitaron, según he leído en los periódicos, una disminución de la pena a sus defendidos, aun reconociendo en parte que cometieron los abusos, por ser, y así haberlo confesado en público, pedófilos. Según ellos, ser pedófilo es una enfermedad, y ello convierte a los acusados en enfermos y no en delincuentes. Soy consciente de que su obligación es defenderles como mejor saben y pueden.

Yo no sé ni entiendo de leyes, pero lo que sí conozco y entiendo, porque forma parte de mi trabajo, es el daño que los abusos sexuales producen en los niños. A lo mejor, conociendo lo que les ocurre a las víctimas, uno puede decidir sobre la necesidad o no de tomar medidas ante unas personas cuyos instintos se pretenden enfocar como irrefrenables y que pueden perjudicar gravemente a otras personas.

Lo primero que no hay que olvidar es que los abusos sexuales infantiles, entendidos en su más amplio concepto, son frecuentes. Un estudio científicamente fiable realizado en nuestro país nos dice que el 20% de la población los ha sufrido antes de cumplir 18 años. Lo segundo es que, ocurran donde ocurran, y no debemos olvidar que la mayoría suceden en el seno de la familia, significan que una persona con una situación de poder sobre la víctima, bien sea por la edad, por el nivel intelectual (en el caso de un abuso a un disminuido psíquico) o por la posición social ( cuando el abusador es el padre, el padrastro, el abuelo, un educador, etcétera), se aprovecha de ello en su beneficio, sin preocuparse de las consecuencias que estos actos tendrán para el niño. Lo tercero es que para conseguirlo utiliza las peores artes (el engaño, la confusión, la traición y la mentira), conscientemente, sobre una mente no madura, fácilmente influenciable por los mayores, con absoluto menosprecio de las consecuencias.

Los niños desconocen lo que les está pasando, y por tanto no se pueden defender, hasta que el daño ya está hecho y sólo queda repararlo si es posible. Aunque con diferencias según las edades, y a su manera, ellos nos avisan de lo que les ocurre, presentando síntomas inespecíficos (irritabilidad, insomnio, pérdida de control de los esfínteres, fracaso escolar cuando no se esperaba, ansiedad, intento de suicidio, pérdida de la autoestima, depresión, pérdida de confianza en los adultos, etcétera), que, si bien no son exclusivos del abuso, nos deben hacer pensar, como una posibilidad más, en él. Otras veces, simplemente nos cuentan lo que ocurre. Este es un momento importante. El adulto que recoge el testimonio debería creerle (un niño nunca dice una cosa así sin motivo) y, sobre todo, ayudarle. Lo que debe hacerse es simple: hay que acudir a un equipo de profesionales para comprobar, en lo posible, la certeza o no del relato y para conocer el estado de salud física y mental del pequeño. Lo más probable es que lo ocurrido, si es cierto, haya dejado secuelas graves y duraderas, sobre todo de tipo psicológico en casi todos los casos. Algunos tendrán que cargar toda su vida con las consecuencias del sometimiento sexual que han padecido. Es posible que les impida mantener una vida y unas relaciones mínimamente aceptables. Otros, por suerte, conseguirán superarlo, no sin grandes dificultades y mucha ayuda, y aparcarlo en su mente.

Nosotros, todos en general, podemos colaborar en mejorar el pronóstico de muchos de ellos. Éste depende de muchos y muy diferentes factores, pero citaré sobre todo los que están en nuestras manos, ya que el tipo de abuso, la duración, el método de coacción empleado, etcétera, dependen en exclusiva del abusador. Es muy importante descubrir lo antes posible la existencia de posibles abusos en un niño. Para ello debemos estar atentos y pendientes de sus manifestaciones.brevive a la razón, es poco comprensible. Ningún abogado debe hacerse perdonar por la naturaleza e identidad de sus clientes, ni siquiera cuando defiende a pederastas; mucho menos debería hacerse perdonar él, que ha sido hasta hace muy poco el defensor de un financiero, al fin y al cabo ejemplar -¿no es cierto?-, como Javier de la Rosa. Tampoco era imprescindible que el Ayuntamiento barcelonés subvencionara la particular estrategia regeneracionista de Jufresa, teniendo en cuenta que con un pellizco de su minuta muchos otros ciudadanos barceloneses, incluso algunos de los que soportaban sus apotegmas en el banquillo, habrían podido cumplir la menuda aspiración civil de pagarse un abogado.

Nada ha habido en las semanas de juicio que pueda sostener la estrategia de la restauración. Ni un solo dato. Por el contrario, si se ha producido alguna variación respecto a lo que se conocía del asunto ha sido el testimonio de algunos niños y adolescentes que se han retractado de sus anteriores acusaciones y que, por cierto, han seguido acusando a la policía, como ya hiciera el menor Carlos, de haberles coaccionado. Estas retractaciones, por supuesto, no han tenido ni tendrán la menor importancia porque ya sabemos que el testimonio de los niños es válido sólo cuando acusa. Hay mucha jurisprudencia sobre el particular, y tal vez la más célebre sea un manual de inquisidores del siglo XVI, en el capítulo donde se recomienda la actitud que el Inquisidor debe tomar con la bruja: 'Si ves que mira fijamente al frente, es que no quiere ver al demonio; pero si gira la cabeza es que lo está viendo'. En el caso del Raval hay lo que hubo: las prácticas supuestamente delictivas de dos pederastas, cuyo alcance y gravedad debe determinar un tribunal sereno, y el honor perdido de algunos servidores clave de la sociedad y el Estado. El juicio ha permitido saber que este honor no van a recuperarlo nunca.

Arcadi Espada ha sido testigo de la defensa en el juicio del caso del Raval y es autor del libro Raval. Del amor a los niños.

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