Programa inusual

Un atractivo importante de la sesión que comentamos -tal como indicaba Luis Gago en el programa de mano- era la audición de los últimos conciertos de Mozart en una única sesión, alterando así el hábito de escuchar sólo una obra con solista en las actuaciones orquestales. Esa configuración del programa permitía comparar entre sí las últimas aportaciones que hizo Mozart en la dialéctica piano-orquesta. Con las coordenadas del directo, además, bien distintas a las del disco. La interpretación debería, así pues, individualizar las obras, y trazar, al mismo tiempo, un sustrato común correspondiente al estilo de Mozart en general y de sus años finales en particular.

Con respecto a lo último, cabe señalar que la Philharmonia Orchestra no fue capaz de sonar con la transparencia que el salzburgués demanda siempre. La gloriosa trayectoria de esta formación inglesa parece estar debilitándose en los últimos tiempos: pequeños desajustes en todas las secciones y disminución de una calidad sonora que, ni siquiera en tiempos mejores, ha constituido su atractivo principal. Podíamos suponer, sin embargo, que seguiría conservando una de sus mejores cualidades: la ductilidad, es decir, la capacidad, demostrada en directo y en disco, de comprender y expresar lo que el director le está sugiriendo.

Tampoco se vio esto en la sesión del día siete. Es cierto que, director y pianista a la vez, András Schiff acusó un stress que pudo influir en el rendimiento inferior de la orquesta. Pero -condicionamientos aparte-, la verdad es que el universo de Mozart no tuvo un reflejo rotundo en las versiones que escuchamos.

Respecto a la individualización de los tres conciertos, el número 25 y el 26 sonaron demasiado parecidos. Sí que se estableció el contraste con el número 27, pero hasta en eso se quedaron cortos. También es verdad que el 25 y el 26 tienen ciertos rasgos comunes, pero no tantos. Las premoniciones de La flauta mágica en el número 25, por poner sólo el ejemplo más palpable, podían haber dado mucho más de sí. Y, aunque ambas obras son aparentemente festivas, se escuchan también en ellas acentos de fracaso y presagios terminales que -suavemente, desde luego- pueden insinuarse con la articulación, con la dinámica, con la tensión interpretativa. Huyendo del tremendismo romanticón, el piano lo intentó a veces. No está tan claro que el director -la misma persona- consiguiera obtenerlos de la orquesta.

Como instrumentista, András Schiff parece desenvolverse mucho mejor en los pasajes líricos y perlados que allá donde las series de acordes requieren un ataque preciso y vigoroso sobre el teclado. Por eso en el Impromptu de Schubert (op. 142 nº 2) que interpretó como bis -piano introvertido, músico entregado al instrumento, abandono del ejercicio de poder sobre la orquesta- mostró sus mejores maneras y nos situó, además, en la delicada línea que une Schubert con Mozart. Detrás viene Mahler, aunque algunos no lo crean.