Droga en la calle y silencio administrativo
Un ciego que todo lo ve abastece de droga a más de 500 personas en Valencia en menos de media hora
Las patrullas policiales hacen acto de presencia. Pero es de todos sabido que en cuanto abandonan la calle Bello, centenares de consumidores de droga se acercan en busca de su dosis. No es un fenómeno accidental. La escena se repite cada día. Los vecinos del barrio han elevado su protesta, desde hace más de un año, al Ayuntamiento de Valencia, a la Delegación del Gobierno y al Síndic de Greuges. La venta, sin ningún tipo de disimulo, se sigue realizando en plena calle sin que se aviste, siquiera en los alrededores, una dotación policial. Además del tráfico de estupefacientes, se suceden los ajustes de cuentas y las amenazas a los vecinos. Y todo sigue igual. Cada día el ceremonial empieza y acaba de la misma forma.
Viste ropa deportiva. Dos lazarillos le cruzan la calle de lado a lado. Y la escena se completa con el inequívoco bastón blanco. Tras sus gafas negras lo vigila todo. No es un ciego, es un camello con centenares de clientes que en la esquina de la calle Bello con Méndez Núñez esperan en rigurosa cola la venta directa de droga. El importe exacto. No se devuelve cambio. Una decena de compinches vigilan los alrededores. El pulgar hacia arriba, vía libre. El pulgar hacia abajo, aún no es el momento. Un silbido, desaparecer de inmediato. Sábado, 3 de febrero. Pasan de las dos y media de la tarde. Ni un policía en los alrededores. Aunque los haya, nada varía. El cambio de turno es tiempo suficiente para realizar una venta masiva en la que puede embolsarse medio millón de pesetas.
Es una toma ensayada que se repite cada día, a menos que, como el pasado viernes, se corra la voz de escampar porque no hay material. Poco antes de las dos de la tarde, la calle desierta empieza a ser transitada. El parque del chaflán de Joan Verdaguer sirve de sala de espera. Otros, como mucho en grupos de tres deambulan acera arriba, acera abajo.
Sólo el ladrido de algún perro quiebra un silencio demoledor. El reloj avanza. A ambas esquinas de la calle Bello con la avenida del Puerto se apostan otros habituales. Algunos no llegan a los veinte. Pocos han cumplido los treinta. Ropa ancha, azules, grises, verde caqui y negro. Cuando dan las dos y media, en la acera de la sombra, desde la señal de prohibido girar que sirve en ocasiones de escondite de las dosis, dos por todos conocidos se colocan. Así advierten que en breve todo estará listo. Los clientes que acuden en coche ya han pasado dos o tres veces.
Un bar enfrente. Dos patios con números impares son el objeto de casi todas las miradas. Ahí está el maná diario. ¿De dónde han salido? En cada portal de la calle, en cada persiana bajada de los comercios que aún sobreviven en la zona, en cada antigua wisquería aguardan los dependientes del ciego. Sus hombres de confianza ya se han colocado en lugares estratégicos. Uno de ellos, el más duro y vecino de la calle, exhibe su gesto más atento en mitad del asfalto.
Un leve rumor recorre Bello. Son los cuchicheos y avances disimulados hacia la cola. Empiezan siendo veinte. Aún no se han ordenado. Unos descansan contra la pared. Otros pie arriba y pie abajo en el bordillo de la acera. Pero llegan a 50. Ahora sí. Es el momento de formar en toda regla. Faltan menos de quince minutos para las tres de la tarde. Y se sobrepasa el centenar. El hombre de las gafas oscuras hace su aparición. A velocidad de vértigo, cual trabajo en cadena. El cliente entrega la pasta. El camello, el material. Y otro, y otro, y otro. Y son tantos que hay que suspender el servicio por unos minutos. La fila se mantiene inerte. Los vigilantes en bici siguen su ronda por las calles colindantes. Tres minutos ha tardado el ciego en vaciar el bolsillo y hacerse con el nuevo lote de suministro. Uno, otro, otro más. Por la parte de atrás se han ido sumando nuevos clientes. Los coches empiezan a colocarse sobre la acera en espera de su turno. Turismo de estreno, ventanilla bajada. No hay música.
Más de 200 servicios. Vuelve a haber una parada. Cuatro minutos de espera. Será la última tanda. Nadie ajeno al negocio transita la calle. Los vecinos ya no salen a increparles. Eso fue hace mucho. Llevan muchos meses en primera fila sin que la Administración se sienta siquiera tentada a mirar la escena. Los de los coches bajan de sus vehículos. Intercambios veloces. Se acerca el final. Ha habido para todos. El ciego extiende el bastón. Los lazarillos ocupan su sitio. Treinta segundos después pasa una patrulla de la Policía. No queda ni rastro. Mañana, a la misma hora, en el mismo sitio.
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