_
_
_
_
Reportaje:lectura

RIESGOS VIRTUALES

Los expertos creen que una ola de pánico recorre Europa ante peligros que no tienen aún una base científica

En Occidente comemos mejor y estamos más sanos que nunca. Sin embargo, los síntomas y las visitas al médico se multiplican, nos deprimimos más y nos sentimos peor. Europa se ve sacudida por el miedo a la enfermedad de las 'vacas locas', a la posibilidad de que el armamento con uranio empobrecido utilizado por la OTAN en los Balcanes provoque cáncer o a los alimentos transgénicos. Pero los científicos no se ponen de acuerdo sobre el origen y las consecuencias de estos 'males'. Se basan en hipótesis.

En marzo de 1856 una profetisa quinceañera de la gran tribu Xhosa en el sur de África tuvo una visión. A su gente le esperaba un futuro feliz, abundante, la Edad Dorada. Pero primero tendrían que hacer un épico sacrificio. 'Anunciad que todo el ganado debe ser exterminado', fue el mensaje de la niña a la tribu, 'porque las vacas han sido infectadas por la brujería.'

Tras un largo debate, cuentan los historiadores, la tribu obedeció. En agosto de ese mismo año mataron entre 150.000 y 200.000 vacas. Más de 20.000 personas murieron de hambre.

En aquel debate cuyo fin fue tan desafortunado, porque los Xhosa siguen esperando que el cielo descienda a la tierra, los jefes de la tribu hicieron lo que John Adams, profesor del University College London, define como el cálculo implícito en todo riesgo: 'Evaluar si la posible recompensa justifica el posible daño'.

El cálculo, el proceso mental, es esencialmente el mismo para la persona que decide si vale la pena arriesgarse a cruzar la calle para comprar el periódico; para la tribu que debe elegir si el sufrimiento a corto plazo merece la gloria eterna; para el joven que desea hacerse soldado pero teme que el contacto cercano con las municiones le cause cáncer; para el comensal que se muere de ganas de pedir un chuletón de buey pero, por temor a sufrir una enfermedad cerebral, piensa seriamente en optar por un menos apetecible, pero aparentemente más saludable, plato de verduras.

Adams, que lleva veinte años estudiando el fenómeno del riesgo, ha escrito un libro llamado Cars, cholera and cows (Coches, cólera y vacas) en el que define tres categorías de riesgos a los que se someten los seres humanos.

La primera categoría es la más obvia. ¿Me tiro delante de este coche que viene por la carretera a 180 por hora, desde este edificio de 20 pisos?

La segunda es la que se basa en los descubrimientos comprobados objetivamente por la ciencia. Estoy en una zona donde hay epidemia de cólera y tengo mucha sed: ¿debería beber el agua? O, mi padre murió de cáncer del pulmón, ¿debería fumar 40 cigarrillos al día?

La tercera categoría de riesgo que ha identificado Adams, que ha asesorado sobre el tema a Gobiernos y a grandes empresas, es la que él denomina 'riesgo virtual'. Y es esta categoría la que, según él, ha generado 'la manía colectiva' que se ve hoy día en las sociedades de Occidente y que ha creado en muchos casos problemas políticos y económicos de primer orden.

¿Qué es un riesgo virtual? Uno que no es del todo real, explica Adams. 'Los científicos no están de acuerdo. No existen pruebas demostrables. Se basa en una hipótesis'.

¿Cuáles serían algunos ejemplos de riesgos virtuales? Los síndromes de las vacas locas, del uranio empobrecido, de la comida transgénica, de la clase turista, del calentamiento global, de los fumadores pasivos o -de interés más local- el submarino Tireless. Cada uno de estos casos tiene lo siguiente en común: un grupo de expertos opina que es peligroso para la salud; otro, que no. Pero ninguno de los dos ha podido comprobar su hipótesis con el rigor y certeza que la ciencia exige. 'Para la gente común y corriente, para los que no son científicos nucleares o epidemiólogos o expertos sobre el medio ambiente, acaba siendo una cuestión no de verdad objetiva, sino de lo que uno cree', dice Adams. 'Y lo que uno cree depende de lo que quiere creer y en quién confía. Todos tenemos nuestros filtros perceptivos, que son el producto de toda nuestra experiencia anterior, y cuanto más ambigua la ciencia, más fuerte la influencia de nuestros propios filtros'.

Es decir, un soldado que ha estado recientemente en los Balcanes y que tiene cáncer estará más dispuesto que un ganadero que nunca ha salido de Asturias, y que también tiene cáncer, a creer que el uranio empobrecido (en este caso en los misiles americanos) causa la enfermedad. El mismo ganadero tenderá más que el soldado a dudar de que la encefalopatía espongiforme bovina es transferible a humanos; que al comer un ser humano carne de una vaca loca, la proteína infecciosa (o prión, para darle su nombre científico) provoca una serie de reacciones cuyo terrible fin es la enfermedad mortal llamada nueva variante Creutzfeldt-Jakob.

En el último mes no ha habido dos temas que hayan causado más convulsión en las poblaciones, en los medios, en la política, en los Gobiernos de Europa que el uranio empobrecido y las vacas locas.

Existen motivos para pensar que la reacción a estos supuestos peligros ha sido, como afirmaba el Financial Times en un editorial la semana pasada, algo desproporcionada, que la información disponible no justifica el grado de ansiedad ni el transtorno político ni -en el caso de las vacas locas- el descontrol económico al que se ha llegado.

La mejor información en el mundo sobre el fenómeno de las vacas locas la aporta el Reino Unido, el país que ha exportado la enfermedad bovina a medio mundo. Veamos algunos datos.

Las primeras muertes de nvECJ se registraron en 1995. Desde 1995 han muerto, en total, unos cuatro millones de personas en el Reino Unido. De esos cuatro millones, se ha establecido categóricamente que han muerto 81 de la nueva variante Creutzfeldt-Jakob (conocido por las siglas nvECJ, vCJD en inglés), según las cifras del organismo que seguramente atesora la mejor información en el mundo sobre el tema, The National CJD Surveillance Unit, cuyos integrantes son médicos especializados de hospitales en Edimburgo y Londres.

Lo cual permite a John Adams observar que 'de lo que estamos hablando es de una enfermedad muy, muy poco común'. Comparada, por ejemplo, con el cáncer del pulmón o las varias enfermedades del corazón y el aparato circulatorio que provoca el tabaco.

En el Reino Unido, según las cifras del Gobierno, mueren 122.000 personas al año debido a enfermedades asociadas con el tabaco. La cifra anual de muertes atribuidas a la variante de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, tomando el promedio de los últimos cinco años, está entre 13 y 14. Es decir, que en el Reino Unido hay casi 10.000 veces más posibilidades de morir como consecuencia de fumar que de comer carne.

En cambio, los peligros del tabaco nunca han suscitado el nivel de ansiedad, por no decir pánico, que se ha visto en Europa continental en las últimas semanas tras el descubrimiento de que la enfermedad de las vacas locas había cruzado el Canal de la Mancha. En España, por ejemplo, donde se fuma mucho más que en el Reino Unido, las tabacaleras nunca han estado al borde de la bancarrota, como ahora lo está el sector cárnico.

Más estadísticas: el riesgo de que una persona en el Reino Unido muera como consecuencia de fumar 10 cigarrillos al día, según la Sociedad Real de Estadísticas, uno en 200; de que muera en un accidente de coche, uno en 8.000; de que muera de la enfermedad de las vacas locas, una en 50.000.

Con razón un ganadero inglés entrevistado en televisión hace un par de años declaró que 'era muchísimo más peligroso ir en coche al McDonald's que comerse una hamburguesa'. Aún más si el conductor del coche estuviera fumando.

Ahora, lo que la gente teme es que estas estadísticas cambien de manera drástica en los próximos años, que la enfermedad se esté incubando y que un día de estos brote una espantosa epidemia de encefalopatía espongiforme humana. Puede ser; pero también puede no ser. Ni los científicos más dispuestos a sembrar el miedo se atreven a pronosticar cuánta gente podría llegar a morir. Uno de ellos, Hugh Pennington, dijo en un programa de televisión británico a finales del año pasado: 'Sólo podemos adivinar: el total podría acabar siendo 150, o más de 100.000'.

Menos inútil fue el último informe de la National CJD Surveillance Unit, el octavo que se ha publicado, en el que se afirma que no se ha descubierto 'ninguna evidencia de que la incidencia de la nvECJ haya incrementado de manera significativa entre 1994 y 1999'; es decir, no sabemos si la incidencia va a incrementarse de aquí a 10 años; pero, según los datos que se han recopilado hasta la fecha, la respuesta se tendría que suponer que no.

Pero lo más extraordinario de todo es que los europeos hayan reaccionado casi como lo hicieron sus antepasados en la Edad Media ante la peste bubónica cuando la verdad es que la ciencia aún no ha podido demostrar que siquiera exista un vínculo entre la enfermedad en los animales y la enfermedad en los humanos. El mismo informe de la Surveillance Unit afirma que no existe 'evidencia que indique que haya un más alto riesgo de nvECJ asociado con una serie de factores dietéticos', y que pasarán 'muchos años' antes de que se pueda llegar 'a una precisa valoración del riesgo'.

Stanley Prusiner, uno de los científicos que sabe más sobre el tema, comparte esta opinión. Prusiner ganó el Premio Nobel en 1997 por ser el primer investigador en descubrir la existencia de los priones, la proteína a través de la cual se transmite la enfermedad cerebral tanto en animales como en humanos.

La comisión oficial que creó el Gobierno británico hace tres años para investigar la enfermedad le hizo a Prusiner la pregunta del millón, si la carne de una vaca loca podía contagiar a una persona. 'No es imposible,' contestó el premio Nobel de la Ciencia, 'pero no se ha demostrado.'

No se ha demostrado. Sigue siendo una hipótesis. Cada individuo es libre para creer la opinión que quiera. Pero dos ministros del Gobierno alemán han dimitido y el Gobierno de José María Aznar ha declarado que, con la excepción de la locura en el País Vasco, la crisis más grande que atraviesa en este momento España es la de las vacas locas. Y tienen razón, porque si el pueblo cree que existe una crisis (el consumo de carne en España ha bajado en un 30% en el último mes), existe una crisis. Una crisis, eso es, de percepciones, de la imaginación. Mil veces peor es la crisis real, tangible, terrible que atraviesan los ganaderos y todos aquellos que viven del negocio de la carne. Porque ellos se preparan para la posibilidad de caer en la bancarrota, como ya lo han hecho muchos ganaderos ingleses, casi cinco millones de cuyas reses el Gobierno de Tony Blair ha mandado exterminar.

'Cuando esta noticia se publicó en los medios ingleses hace un par de años, el público inglés reaccionó como si hubiese estallado una bomba nuclear', recuerda Simon Wessely, psiquiatra epidemiológico en la Escuela de Medicina de King's College, en Londres. 'Pero fijémonos en los hechos. Los ganaderos deben de ser gente que come mucha carne, pero más han muerto por suicidio que a causa de la enfermedad de las vacas locas.

Wessely, que ha colaborado en una larga investigación sobre el supuesto síndrome de la Guerra del Golfo (tras la cual concluyó que tal síndrome no existía), es un experto en el otro gran síndrome de temor colectivo de nuestros tiempos, el del uranio empobrecido. La opinión de la comunidad científica está dividida entre aquellos que están convencidos de que las municiones de la OTAN dotadas de uranio empobrecido causan cáncer y los que creen que no.

Wessely se cuenta entre los que se desesperan ante la insistencia de tantos de sus colegas en dudar de los estudios que se han hecho a lo largo de 50 años (comenzando con mineros de uranio en países como Suráfrica y Canadá) y que han demostrado, o han dicho demostrar, que esta sustancia, salvo que se mezcle todos los días con la comida como si fuera sal, no representa serios daños a la salud. 'Los resultados de las investigaciones que se han hecho con los veteranos de la Guerra del Golfo han servido para demostrar que se trata de un problema no físico, sino psicológico', afirma Wessely. 'En esa guerra se dispararon muchísimos más misiles con uranio empobrecido que en Bosnia o en Kosovo, pero, 10 años después, se ha demostrado que los soldados que estuvieron ahí no padecen un índice de cáncer por encima de lo normal'.

¿Cómo se explica, entonces, la apariencia del llamado síndrome de los Balcanes en las últimas semanas?

'Se han hecho varios estudios, varias encuestas, que demuestran que las palabra 'uranio' y 'radiación' asustan a la gente, contienen un alto factor de miedo', contesta Wessely. 'Por eso, en parte, esto del uranio empobrecido ha provocado todo esta reacción desmesurada de repente'.

Pero hay otros elementos que definen lo que John Adams llamaría las características del filtro perceptivo, a través del cual mucha gente se convence de que la OTAN ha actuado de manera irresponsable, y hasta criminal, en los Balcanes.

'La gente no ve ninguna ventaja en el uranio', dice Wessely, 'a diferencia, por ejemplo, del teléfono móvil. (Por eso no nos preocupa tanto la opinión científica que dice que los móviles causan cáncer). Otro factor sería que el uranio es algo que los Gobiernos, que los militares, imponen, no algo que quiera, que pida, el público. También, especialmente en la Europa mediterránea, existe ese elemento de antiamericanismo, que alimenta las sospechas de la gente, que hace que un sector de la población siempre quiera pensar lo peor de todo lo que hace Estados Unidos, especialmente en el campo militar'.

John Large, uno de los científicos nucleares más destacados del Reino Unido, no acepta la versión OTAN con tanta tranquilidad como Wessely. Large tiene la misma actitud hacia el uranio empobrecido que Stanley Prusiner frente al fenómeno de las vacas locas. 'Por un lado, creo que no se puede descartar arrogantemente la tesis de que el uranio empobrecido, el residuo del tipo de armas que se usó en los Balcanes, es una amenaza para la salud', opina Large. 'Pero tampoco estamos en condiciones para afirmar con seguridad que el uranio empobrecido es una terrible amenaza para la salud. La verdad es que se necesita investigar más sobre el tema. Puede ser que sí sea un problema grave. ¿Quién sabe?'.

Otro perfecto ejemplo, en otras palabras, de un riesgo virtual. 'Efectivamente', dice John Adams. 'Sobre este tema de la radiación nuclear de bajo nivel he visto a los científicos disparar argumentos en contra y a favor durante 30 años. ¡Ahora hasta ha aparecido un grupo de científicos en el Reino Unido que argumenta que una baja dosis de radiación es positiva para la salud!'.

¿A qué se debe el síndrome de pánico que se está viendo en Occidente ante peligros cuya existencia no se puede comprobar, de creer en amenazas que nadie sabe si son reales o si existen -como ocurrió con el famoso efecto 2000- sólo en la imaginación?

'Se trata de lo que llamamos la paradoja infernal', dice Wessely. 'Estamos más sanos hoy que nunca. Más que hace veinte años. Hemos llegado al extremo de esperar vivir sin enfermedades. Pero todos los estudios demuestran que a pesar de que estamos mejor, nos sentimos peor. Existen más síntomas, hay más visitas a los médicos, estamos más deprimidos en la sociedad occidental que hace 50 años. Es un problema de expectativas, expectativas que son imposibles de cumplir. En California, donde vive la gente físicamente más saludable de la tierra, el 1% de la población cree que tiene alergia a la electricidad'.

Sólo se podrá recuperar un cierto grado de proporción ante los posibles peligros que existen en el mundo del riesgo virtual, dice Adams, una vez que aceptemos que 'los seres humanos somos falibles y nunca lograremos hacer nada que esté cien por cien libre de riesgo'. Wessely dice lo mismo de otra manera: 'La gente ha llegado al extremo de no aceptar que no se tenga conocimiento de ciertas cosas, como por ejemplo las causas de la leucemia. La verdad es que nunca sabremos las respuestas a todos los problemas que nos afligen'.

Tampoco nunca podremos calibrar con exactitud la respuesta correcta cuando un nuevo riesgo virtual se presenta. Como contestó Adams a una pregunta que se le hizo la semana pasada tras una conferencia que dio en la London School of Economics. 'No hay ni metodología, ni respuestas, y ni siquiera consejos que sirvan. No hay ninguna forma objetiva de medir riesgo cuando de lo que se trata es de hipótesis'.

El problema, según Adams, es que a pesar de que no existen respuestas a estos problemas, los Gobiernos se empeñan en actuar como si las hubiera y toman decisiones que deberían de corresponder a los individuos. Wessely, en cambio, se demuestra más compasivo con los Gobiernos. 'El Gobierno británico prohibió en su día el chuletón de buey afirmando al mismo tiempo que el riesgo de comerlo era astronómicamente pequeño', dice Wessely. 'Pero lo entiendo. Igual que entiendo por qué Bruselas hace lo mismo ahora. Se ven obligados a hacerlo como respuesta política a una sociedad que exige garantías totales contra todo riesgo, que ha cogido el hábito de echar inmediatamente la culpa a las autoridades si no se imponen todas las medidas posibles para que esta utopía se haga realidad algún día'.

La utopía, el paraíso terrenal: el sueño eterno de la humanidad por el cual aquella tribu africana del siglo XIX estaba dispuesta a jugárselo todo es el mismo sueño al que los europeos del siglo XXI siguen aspirando. Mientras tanto, existen ciertas verdades ineludibles. Una es que en la vida real los individuos todavía están condenados a tomar decisiones solos, y a asumir los riesgos que las decisiones conllevan.

Como dice John Adams: 'Lo único que sabemos con seguridad en este asunto de los riesgos virtuales, hipotéticos, es que sólo existen dos actitudes posibles, dos actitudes totalmente opuestas: si no se puede demostrar que es seguro, se supone que es peligroso; o, si no se puede demostrar que es peligroso, se supone que es seguro. Según su temperamento, su experiencia, su personalidad, cada cual elige creer lo que quiere, o lo que necesita creer'.En marzo de 1856 una profetisa quinceañera de la gran tribu Xhosa en el sur de África tuvo una visión. A su gente le esperaba un futuro feliz, abundante, la Edad Dorada. Pero primero tendrían que hacer un épico sacrificio. 'Anunciad que todo el ganado debe ser exterminado', fue el mensaje de la niña a la tribu, 'porque las vacas han sido infectadas por la brujería.'

Tras un largo debate, cuentan los historiadores, la tribu obedeció. En agosto de ese mismo año mataron entre 150.000 y 200.000 vacas. Más de 20.000 personas murieron de hambre.

En aquel debate cuyo fin fue tan desafortunado, porque los Xhosa siguen esperando que el cielo descienda a la tierra, los jefes de la tribu hicieron lo que John Adams, profesor del University College London, define como el cálculo implícito en todo riesgo: 'Evaluar si la posible recompensa justifica el posible daño'.

El cálculo, el proceso mental, es esencialmente el mismo para la persona que decide si vale la pena arriesgarse a cruzar la calle para comprar el periódico; para la tribu que debe elegir si el sufrimiento a corto plazo merece la gloria eterna; para el joven que desea hacerse soldado pero teme que el contacto cercano con las municiones le cause cáncer; para el comensal que se muere de ganas de pedir un chuletón de buey pero, por temor a sufrir una enfermedad cerebral, piensa seriamente en optar por un menos apetecible, pero aparentemente más saludable, plato de verduras.

Adams, que lleva veinte años estudiando el fenómeno del riesgo, ha escrito un libro llamado Cars, cholera and cows (Coches, cólera y vacas) en el que define tres categorías de riesgos a los que se someten los seres humanos.

La primera categoría es la más obvia. ¿Me tiro delante de este coche que viene por la carretera a 180 por hora, desde este edificio de 20 pisos?

La segunda es la que se basa en los descubrimientos comprobados objetivamente por la ciencia. Estoy en una zona donde hay epidemia de cólera y tengo mucha sed: ¿debería beber el agua? O, mi padre murió de cáncer del pulmón, ¿debería fumar 40 cigarrillos al día?

La tercera categoría de riesgo que ha identificado Adams, que ha asesorado sobre el tema a Gobiernos y a grandes empresas, es la que él denomina 'riesgo virtual'. Y es esta categoría la que, según él, ha generado 'la manía colectiva' que se ve hoy día en las sociedades de Occidente y que ha creado en muchos casos problemas políticos y económicos de primer orden.

¿Qué es un riesgo virtual? Uno que no es del todo real, explica Adams. 'Los científicos no están de acuerdo. No existen pruebas demostrables. Se basa en una hipótesis'.

¿Cuáles serían algunos ejemplos de riesgos virtuales? Los síndromes de las vacas locas, del uranio empobrecido, de la comida transgénica, de la clase turista, del calentamiento global, de los fumadores pasivos o -de interés más local- el submarino Tireless. Cada uno de estos casos tiene lo siguiente en común: un grupo de expertos opina que es peligroso para la salud; otro, que no. Pero ninguno de los dos ha podido comprobar su hipótesis con el rigor y certeza que la ciencia exige. 'Para la gente común y corriente, para los que no son científicos nucleares o epidemiólogos o expertos sobre el medio ambiente, acaba siendo una cuestión no de verdad objetiva, sino de lo que uno cree', dice Adams. 'Y lo que uno cree depende de lo que quiere creer y en quién confía. Todos tenemos nuestros filtros perceptivos, que son el producto de toda nuestra experiencia anterior, y cuanto más ambigua la ciencia, más fuerte la influencia de nuestros propios filtros'.

Es decir, un soldado que ha estado recientemente en los Balcanes y que tiene cáncer estará más dispuesto que un ganadero que nunca ha salido de Asturias, y que también tiene cáncer, a creer que el uranio empobrecido (en este caso en los misiles americanos) causa la enfermedad. El mismo ganadero tenderá más que el soldado a dudar de que la encefalopatía espongiforme bovina es transferible a humanos; que al comer un ser humano carne de una vaca loca, la proteína infecciosa (o prión, para darle su nombre científico) provoca una serie de reacciones cuyo terrible fin es la enfermedad mortal llamada nueva variante Creutzfeldt-Jakob.

En el último mes no ha habido dos temas que hayan causado más convulsión en las poblaciones, en los medios, en la política, en los Gobiernos de Europa que el uranio empobrecido y las vacas locas.

Existen motivos para pensar que la reacción a estos supuestos peligros ha sido, como afirmaba el Financial Times en un editorial la semana pasada, algo desproporcionada, que la información disponible no justifica el grado de ansiedad ni el transtorno político ni -en el caso de las vacas locas- el descontrol económico al que se ha llegado.

La mejor información en el mundo sobre el fenómeno de las vacas locas la aporta el Reino Unido, el país que ha exportado la enfermedad bovina a medio mundo. Veamos algunos datos.

Las primeras muertes de nvECJ se registraron en 1995. Desde 1995 han muerto, en total, unos cuatro millones de personas en el Reino Unido. De esos cuatro millones, se ha establecido categóricamente que han muerto 81 de la nueva variante Creutzfeldt-Jakob (conocido por las siglas nvECJ, vCJD en inglés), según las cifras del organismo que seguramente atesora la mejor información en el mundo sobre el tema, The National CJD Surveillance Unit, cuyos integrantes son médicos especializados de hospitales en Edimburgo y Londres.

Lo cual permite a John Adams observar que 'de lo que estamos hablando es de una enfermedad muy, muy poco común'. Comparada, por ejemplo, con el cáncer del pulmón o las varias enfermedades del corazón y el aparato circulatorio que provoca el tabaco.

En el Reino Unido, según las cifras del Gobierno, mueren 122.000 personas al año debido a enfermedades asociadas con el tabaco. La cifra anual de muertes atribuidas a la variante de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, tomando el promedio de los últimos cinco años, está entre 13 y 14. Es decir, que en el Reino Unido hay casi 10.000 veces más posibilidades de morir como consecuencia de fumar que de comer carne.

En cambio, los peligros del tabaco nunca han suscitado el nivel de ansiedad, por no decir pánico, que se ha visto en Europa continental en las últimas semanas tras el descubrimiento de que la enfermedad de las vacas locas había cruzado el Canal de la Mancha. En España, por ejemplo, donde se fuma mucho más que en el Reino Unido, las tabacaleras nunca han estado al borde de la bancarrota, como ahora lo está el sector cárnico.

Más estadísticas: el riesgo de que una persona en el Reino Unido muera como consecuencia de fumar 10 cigarrillos al día, según la Sociedad Real de Estadísticas, uno en 200; de que muera en un accidente de coche, uno en 8.000; de que muera de la enfermedad de las vacas locas, una en 50.000.

Con razón un ganadero inglés entrevistado en televisión hace un par de años declaró que 'era muchísimo más peligroso ir en coche al McDonald's que comerse una hamburguesa'. Aún más si el conductor del coche estuviera fumando.

Ahora, lo que la gente teme es que estas estadísticas cambien de manera drástica en los próximos años, que la enfermedad se esté incubando y que un día de estos brote una espantosa epidemia de encefalopatía espongiforme humana. Puede ser; pero también puede no ser. Ni los científicos más dispuestos a sembrar el miedo se atreven a pronosticar cuánta gente podría llegar a morir. Uno de ellos, Hugh Pennington, dijo en un programa de televisión británico a finales del año pasado: 'Sólo podemos adivinar: el total podría acabar siendo 150, o más de 100.000'.

Menos inútil fue el último informe de la National CJD Surveillance Unit, el octavo que se ha publicado, en el que se afirma que no se ha descubierto 'ninguna evidencia de que la incidencia de la nvECJ haya incrementado de manera significativa entre 1994 y 1999'; es decir, no sabemos si la incidencia va a incrementarse de aquí a 10 años; pero, según los datos que se han recopilado hasta la fecha, la respuesta se tendría que suponer que no.

Pero lo más extraordinario de todo es que los europeos hayan reaccionado casi como lo hicieron sus antepasados en la Edad Media ante la peste bubónica cuando la verdad es que la ciencia aún no ha podido demostrar que siquiera exista un vínculo entre la enfermedad en los animales y la enfermedad en los humanos. El mismo informe de la Surveillance Unit afirma que no existe 'evidencia que indique que haya un más alto riesgo de nvECJ asociado con una serie de factores dietéticos', y que pasarán 'muchos años' antes de que se pueda llegar 'a una precisa valoración del riesgo'.

Stanley Prusiner, uno de los científicos que sabe más sobre el tema, comparte esta opinión. Prusiner ganó el Premio Nobel en 1997 por ser el primer investigador en descubrir la existencia de los priones, la proteína a través de la cual se transmite la enfermedad cerebral tanto en animales como en humanos.

La comisión oficial que creó el Gobierno británico hace tres años para investigar la enfermedad le hizo a Prusiner la pregunta del millón, si la carne de una vaca loca podía contagiar a una persona. 'No es imposible,' contestó el premio Nobel de la Ciencia, 'pero no se ha demostrado.'

No se ha demostrado. Sigue siendo una hipótesis. Cada individuo es libre para creer la opinión que quiera. Pero dos ministros del Gobierno alemán han dimitido y el Gobierno de José María Aznar ha declarado que, con la excepción de la locura en el País Vasco, la crisis más grande que atraviesa en este momento España es la de las vacas locas. Y tienen razón, porque si el pueblo cree que existe una crisis (el consumo de carne en España ha bajado en un 30% en el último mes), existe una crisis. Una crisis, eso es, de percepciones, de la imaginación. Mil veces peor es la crisis real, tangible, terrible que atraviesan los ganaderos y todos aquellos que viven del negocio de la carne. Porque ellos se preparan para la posibilidad de caer en la bancarrota, como ya lo han hecho muchos ganaderos ingleses, casi cinco millones de cuyas reses el Gobierno de Tony Blair ha mandado exterminar.

'Cuando esta noticia se publicó en los medios ingleses hace un par de años, el público inglés reaccionó como si hubiese estallado una bomba nuclear', recuerda Simon Wessely, psiquiatra epidemiológico en la Escuela de Medicina de King's College, en Londres. 'Pero fijémonos en los hechos. Los ganaderos deben de ser gente que come mucha carne, pero más han muerto por suicidio que a causa de la enfermedad de las vacas locas.

Wessely, que ha colaborado en una larga investigación sobre el supuesto síndrome de la Guerra del Golfo (tras la cual concluyó que tal síndrome no existía), es un experto en el otro gran síndrome de temor colectivo de nuestros tiempos, el del uranio empobrecido. La opinión de la comunidad científica está dividida entre aquellos que están convencidos de que las municiones de la OTAN dotadas de uranio empobrecido causan cáncer y los que creen que no.

Wessely se cuenta entre los que se desesperan ante la insistencia de tantos de sus colegas en dudar de los estudios que se han hecho a lo largo de 50 años (comenzando con mineros de uranio en países como Suráfrica y Canadá) y que han demostrado, o han dicho demostrar, que esta sustancia, salvo que se mezcle todos los días con la comida como si fuera sal, no representa serios daños a la salud. 'Los resultados de las investigaciones que se han hecho con los veteranos de la Guerra del Golfo han servido para demostrar que se trata de un problema no físico, sino psicológico', afirma Wessely. 'En esa guerra se dispararon muchísimos más misiles con uranio empobrecido que en Bosnia o en Kosovo, pero, 10 años después, se ha demostrado que los soldados que estuvieron ahí no padecen un índice de cáncer por encima de lo normal'.

¿Cómo se explica, entonces, la apariencia del llamado síndrome de los Balcanes en las últimas semanas?

'Se han hecho varios estudios, varias encuestas, que demuestran que las palabra 'uranio' y 'radiación' asustan a la gente, contienen un alto factor de miedo', contesta Wessely. 'Por eso, en parte, esto del uranio empobrecido ha provocado todo esta reacción desmesurada de repente'.

Pero hay otros elementos que definen lo que John Adams llamaría las características del filtro perceptivo, a través del cual mucha gente se convence de que la OTAN ha actuado de manera irresponsable, y hasta criminal, en los Balcanes.

'La gente no ve ninguna ventaja en el uranio', dice Wessely, 'a diferencia, por ejemplo, del teléfono móvil. (Por eso no nos preocupa tanto la opinión científica que dice que los móviles causan cáncer). Otro factor sería que el uranio es algo que los Gobiernos, que los militares, imponen, no algo que quiera, que pida, el público. También, especialmente en la Europa mediterránea, existe ese elemento de antiamericanismo, que alimenta las sospechas de la gente, que hace que un sector de la población siempre quiera pensar lo peor de todo lo que hace Estados Unidos, especialmente en el campo militar'.

John Large, uno de los científicos nucleares más destacados del Reino Unido, no acepta la versión OTAN con tanta tranquilidad como Wessely. Large tiene la misma actitud hacia el uranio empobrecido que Stanley Prusiner frente al fenómeno de las vacas locas. 'Por un lado, creo que no se puede descartar arrogantemente la tesis de que el uranio empobrecido, el residuo del tipo de armas que se usó en los Balcanes, es una amenaza para la salud', opina Large. 'Pero tampoco estamos en condiciones para afirmar con seguridad que el uranio empobrecido es una terrible amenaza para la salud. La verdad es que se necesita investigar más sobre el tema. Puede ser que sí sea un problema grave. ¿Quién sabe?'.

Otro perfecto ejemplo, en otras palabras, de un riesgo virtual. 'Efectivamente', dice John Adams. 'Sobre este tema de la radiación nuclear de bajo nivel he visto a los científicos disparar argumentos en contra y a favor durante 30 años. ¡Ahora hasta ha aparecido un grupo de científicos en el Reino Unido que argumenta que una baja dosis de radiación es positiva para la salud!'.

¿A qué se debe el síndrome de pánico que se está viendo en Occidente ante peligros cuya existencia no se puede comprobar, de creer en amenazas que nadie sabe si son reales o si existen -como ocurrió con el famoso efecto 2000- sólo en la imaginación?

'Se trata de lo que llamamos la paradoja infernal', dice Wessely. 'Estamos más sanos hoy que nunca. Más que hace veinte años. Hemos llegado al extremo de esperar vivir sin enfermedades. Pero todos los estudios demuestran que a pesar de que estamos mejor, nos sentimos peor. Existen más síntomas, hay más visitas a los médicos, estamos más deprimidos en la sociedad occidental que hace 50 años. Es un problema de expectativas, expectativas que son imposibles de cumplir. En California, donde vive la gente físicamente más saludable de la tierra, el 1% de la población cree que tiene alergia a la electricidad'.

Sólo se podrá recuperar un cierto grado de proporción ante los posibles peligros que existen en el mundo del riesgo virtual, dice Adams, una vez que aceptemos que 'los seres humanos somos falibles y nunca lograremos hacer nada que esté cien por cien libre de riesgo'. Wessely dice lo mismo de otra manera: 'La gente ha llegado al extremo de no aceptar que no se tenga conocimiento de ciertas cosas, como por ejemplo las causas de la leucemia. La verdad es que nunca sabremos las respuestas a todos los problemas que nos afligen'.

Tampoco nunca podremos calibrar con exactitud la respuesta correcta cuando un nuevo riesgo virtual se presenta. Como contestó Adams a una pregunta que se le hizo la semana pasada tras una conferencia que dio en la London School of Economics. 'No hay ni metodología, ni respuestas, y ni siquiera consejos que sirvan. No hay ninguna forma objetiva de medir riesgo cuando de lo que se trata es de hipótesis'.

El problema, según Adams, es que a pesar de que no existen respuestas a estos problemas, los Gobiernos se empeñan en actuar como si las hubiera y toman decisiones que deberían de corresponder a los individuos. Wessely, en cambio, se demuestra más compasivo con los Gobiernos. 'El Gobierno británico prohibió en su día el chuletón de buey afirmando al mismo tiempo que el riesgo de comerlo era astronómicamente pequeño', dice Wessely. 'Pero lo entiendo. Igual que entiendo por qué Bruselas hace lo mismo ahora. Se ven obligados a hacerlo como respuesta política a una sociedad que exige garantías totales contra todo riesgo, que ha cogido el hábito de echar inmediatamente la culpa a las autoridades si no se imponen todas las medidas posibles para que esta utopía se haga realidad algún día'.

La utopía, el paraíso terrenal: el sueño eterno de la humanidad por el cual aquella tribu africana del siglo XIX estaba dispuesta a jugárselo todo es el mismo sueño al que los europeos del siglo XXI siguen aspirando. Mientras tanto, existen ciertas verdades ineludibles. Una es que en la vida real los individuos todavía están condenados a tomar decisiones solos, y a asumir los riesgos que las decisiones conllevan.

Como dice John Adams: 'Lo único que sabemos con seguridad en este asunto de los riesgos virtuales, hipotéticos, es que sólo existen dos actitudes posibles, dos actitudes totalmente opuestas: si no se puede demostrar que es seguro, se supone que es peligroso; o, si no se puede demostrar que es peligroso, se supone que es seguro. Según su temperamento, su experiencia, su personalidad, cada cual elige creer lo que quiere, o lo que necesita creer'.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_