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perfil | la semana

Muammar el Gaddafi

El líder libio espera que su 'buen comportamiento' ponga fin a las sanciones de Washington, pero su último gran proyecto de cambio universal es la creación de los Estados Unidos de África

El propio coronel libio estaría seguramente encantado de que dijéramos que la historia ha conocido ya dos diferentes encarnaciones de su persona; que el líder norteafricano es hoy un verdadero estadista, en especial desde que una serie de acontecimientos a la vuelta de los años ochenta con los noventa, hizo que mudaran muchas ilusiones.

Pero, no es así; Muammar el Gaddafi ha sido siempre el mismo; un joven revolucionario que el año próximo cumplirá los 60, a la búsqueda hiperactiva de una causa que considere a la altura de su persona. Hoy esa causa es la unificación del África negra, que ha comenzado a agrupar, como siempre a golpe de talonario, en un postrer mecano: la confederación sahelo-sahariana, que preside Libia y está integrada por Chad, Mali, Burkina Faso, Sudán, Níger, República Centroafricana y el último recluta, Eritrea. Estados lo suficientemente empobrecidos y demográficamente sucintos como para aceptar de buen grado y mano extendida la dirección de Trípoli, apenas cinco millones de habitantes, pero con más de 10.000 dólares de renta petrolífera per capita. Al sur del Mediterráneo, una fortuna.

Gaddafi vende gustoso la idea de que es otro, como apuntan sus declaraciones en una reciente entrevista, donde afirmaba que 'el tiempo pasado fue el de la guerra, y hoy, en cambio, es el de la paz y la reconstrucción'.

La de África, sin embargo, puesto que el mundo árabe, humillado en Palestina, dividido en el Creciente Fértil, obsesionado por Occidente en el Magreb, gigante inmanejable junto al Nilo, y abstraído en sus oraciones en el feudal desierto de La Meca, ha hecho algo más que decepcionarle; le ha traicionado.

'A los árabes no nos une más que un sentimiento; la verdadera raza a unificar es la africana, y Libia es un país africano'.

La particular transformación sin transubstanciación del coronel comenzó hace menos de 15 años. Un bombardeo norteamericano en 1986 que le buscaba el cuerpo; una prolongada sequía de precios en el crudo; acusaciones tremebundas por la voladura de un aparato de Pan Am en 1988; el desastre para el panarabismo de la guerra del Golfo en 1991; los coqueteos de Arafat con una paz a la israelí desde 1993; y, sobre todo, las sanciones de la ONU contra su país de 1992, habían obrado el prodigio, pero mucho más Frégoli que milagro de los panes y de los peces.

Se acabaron las concupiscencias con el IRA, que no ha devuelto aún cuatro toneladas de Semtex con remite de Trípoli; el meterse en asuntos vascos a los que nadie le había llamado, aunque siga diciendo que 'España ha abandonado al mundo árabe'; hasta que, urbi et orbi, se proclama de hogaño gran líder de la paz universal.

Gaddafi, que nació en 1942, Sirtica, mediterráneo libio, golfo de Sirte, y a los 27 años, teniente apenas salido de la Academia, derrocaba al rey Idriss e instalaba un régimen militar, revolucionario, social y coránico-modernista, tuvo la desgracia de quedar huérfano al año siguiente con la muerte del rais egipcio Nasser, en septiembre de 1970. Desde entonces no ha hecho otra cosa que correr desaforadamente en busca de un destino que le elude.

Fusiones y confederaciones que sus hermanos árabes le conceden mientras pague y calle, que jamás se han materializado; sueños de revolución mundial, donde cualquier patulea de asesinos y ventajistas se han hecho con su apoyo; la edificación del Estado de las masas en Libia, que de tan autogestionado no tiene ni jefe del Estado, aunque sí hay un coronel al que nadie le lleva la contraria; y su postrer revelación intelectual: libros de cuentos para niños publicados en Occcidente, y, especialmente, su legado político: el Libro Verde.

Pero, todo ello es compatible con un sentimiento que es, para su sociedad, avanzado, que ha provocado en ocasiones la ironía occcidental, como cuando dice al comienzo de uno de los capítulos de la obra: 'Es un hecho indiscutible que tanto el hombre como la mujer son seres humanos'. El modo irónico, sin embargo, podía haberse atemperado algo, si pensamos que el libio, hogar beduino, nacional de país por construir, lo que subrayaba era que la mujer ha de gozar de los mismos derechos que el hombre. No es la revolución de Internet, pero en Arabia Saudí dan mucho menos.

Cuando el coronel repite tantas veces que él es el gran baluarte contra el islamismo, está diciendo la verdad; en Libia hay más mujeres en puestos de responsabilidad que negros en el poder en Cuba.

El revolucionario, al que las arrugas no dan apariencia de fatiga, espera ahora, tras largos años de excelente comportamiento, con el dato supremo de la entrega de los dos agentes acusados por el atentado de Lockerbie, que Occidente le homologue de nuevo.

Dejémoslo en veremos; Europa quisiera, y no sólo porque hay dinero de por medio, como, con santurronería declaman en Washington, sino porque el que esté libre de pecado que tire el primer misil. Pero la estrecha alianza norteamericano-israelí se adornó en su día, cuando arrancaba el proceso de paz en Palestina, con la destrucción de Bagdad y el aislamiento de Trípoli. No va a ser Bush quien le invite a la Casa Blanca, y Romano Prodi, sería mejor que pidiera permiso primero.

El fracaso de sus reiteradas expediciones en busca de una gran causa le ha hecho más cauto, aprendiz de gramáticas pardas y líder casi sosegado de un pequeño país donde, al cabo de 30 años de maná petrolífero, el desierto no es vergel, ni hay otra economía que el crudo. Pero, ahora, incansable a la edad en que Occidente jubila a muchos de sus mejores ciudadanos, quiere vivir para ver un día como nacen los Estados Unidos de África, no ha cambiado. Tan sólo el nombre de su sueño.

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