Jotas y sevillanas
La coreografía de Antonio Ruiz Soler sobre la romería andaluza fue la penúltima de su carrera y se estrenó en el Monumental de Madrid a mediados de los años ochenta. Esta nueva versión en forma de suite, más breve, es mejor. Sus valores no tienen que ver nada con lo místico, o con una supuesta danza de inspiración sacra. Todo lo contrario: es baile terrenal, alegre, bullanguero y hasta sensual. Desde que se alza el telón está presente el estilo de Antonio, su sentido de la estilización y su sistema de bailes corales.
El flamenco del centro del programa fue breve, dos piezas de José Antonio, como siempre solvente en sus soluciones a la tradición, y un solo de Triguero, demasiado largo aunque con chispazos de interés.
Juventud perdida
Para cerrar, se estrenó La Dolores, una obra sencilla, con una historia que se lee fácilmente sin necesidad del largo prólogo vocal. A la danza, cuando vale por sí misma, le sobran las palabras.
El momento más emotivo y de calidad es cuando María Rosa, que encarna a un personaje entre anónimo y legendario, sola, evoca los pasos de las jotas de su juventud perdida. Y es inteligente la articulación de la leyenda entre jotas bien dibujadas, con su espumante ritmo, sus saltos, su sentido de expansión.
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