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El Tribunal Supremo ante el indulto a Liaño

La decisión del Tribunal Supremo respecto del indulto concedido por el Gobierno a don Javier Gómez de Liaño, tanto la de la mayoría de la Sala Segunda expresada en el auto como la de la minoría expresada en el voto particular, está siendo presentada a la opinión pública por diversos medios de comunicación de una manera que poco tiene que ver con lo que tanto el auto como el voto particular dicen. Si antes de que el Tribunal Supremo se pronunciara asistimos a una maniobra de intimidación literalmente escandalosa, después de que lo haya hecho estamos asistiendo a una maniobra de intoxicación que no lo es menos. Ni el auto de la mayoría ni el voto particular de la minoría dicen lo que se está diciendo que dicen, sino algo completamente distinto.

Hay que subrayar ante todo que entre la opinión de la mayoría expresada en el auto y la de la minoría expresada en el voto particular no hay un desacuerdo total, como se viene dando a entender de manera interesada. Hay coincidencias en dos puntos esenciales y discrepancia en uno también esencial. Un análisis y una información objetivos no pueden pasar por alto las primeras y centrarse exclusivamente en la segunda, porque eso supone desinformar a la opinión pública, que en su inmensa mayoría no ha leído ni probablemente va a leer el auto y el voto particular en su integridad.

La primera coincidencia entre el auto y el voto particular es la relativa a la imposibilidad de que pueda plantearse un conflicto de jurisdicción. El auto lo dice de manera expresa, dedicando a dicha cuestión el fundamento jurídico sexto. El voto particular no lo dice de manera expresa, pero no porque no esté de acuerdo con dicha tesis, sino porque lo considera algo tan obvio que no es necesario siquiera decirlo. Toda la argumentación del voto particular descansa en esa premisa, sin la cual resulta ininteligible.

En efecto, tanto el auto como el voto particular parten de que el indulto es simultáneamente una 'decisión política sujeta a criterios de oportunidad' y un 'acto administrativo reglado'. En cuanto decisión política, no es controlable por los tribunales de justicia. En cuanto acto administrativo, sí lo es. Dicho de otra manera: el Tribunal Supremo no puede extender su jurisdicción a si el Gobierno tenía competencia para conceder o no el indulto al señor Gómez de Liaño, pero sí puede y debe extenderla al cómo ha ejercido dicha competencia. En lo concerniente al si, es decir, a la titularidad de la competencia o jurisdicción para ejercer la prerrogativa de gracia, no tiene nada que decir el Tribunal Supremo, porque dicha competencia o jurisdicción emana directamente de la Constitución (artículo 62.i). El Tribunal Supremo no es juez de la constitucionalidad y, en consecuencia, no tiene en este terreno nada que decir.

Sí tiene, por el contrario, y mucho, que decir en lo concerniente al cómo, ya que aquí nos encontramos no ante una cuestión de constitucionalidad, sino ante una cuestión de legalidad ordinaria, y el control de legalidad de los actos administrativos es el terreno asignado por la Constitución y por la ley de manera exclusiva y excluyente a los tribunales de justicia.

Y en esto hay coincidencia plena entre la mayoría y la minoría, entre el auto y el voto particular. 'Se trata, sin duda', dice este último, 'de un acto administrativo...' y, 'por consiguiente, el control de legalidad del mismo debe ser el propio de la actividad administrativa...', control que 'debe reconocerse a esta Sala'.

El voto particular niega, pues, con la misma contundencia con que lo hace el auto, que pueda analizarse la decisión del Tribunal Supremo en términos de conflicto de jurisdicción. El conflicto es imposible. Es intelectualmente impensable, porque el Tribunal Supremo no discute la constitucionalidad del indulto, sino únicamente su legalidad. Si hubiera entrado a discutir el si, el conflicto estaría servido. Pero habiendo discutido el cómo, el conflicto es imposible. Si la decisión de conceder el indulto es un acto administrativo sometido al control de legalidad por los tribunales de justicia, es obvio que de dicho control no puede derivarse ningún conflicto. Un acto administrativo sólo puede ser residenciado ante un tribunal de justicia por una cuestión de legalidad y no por una cuestión de constitucionalidad. Cuando esto se produce, la decisión del tribunal, una vez que es firme, no es revisable. La interpretación judicial de la ley se impone siempre a la interpretación administrativa. En esta premisa descansa la construcción de todo Estado de derecho digno de tal nombre. Y esto es lo que ocurre en todos los reales decretos de concesión de indulto. Porque el indulto es un acto administrativo singular que se diferencia de todos los demás actos administrativos por dos motivos: en primer lugar, porque tiene que ser revisado siempre en su legalidad por los tribunales de justicia (los demás pueden, pero no tienen que ser controlados judicialmente), y en segundo, porque el control no lo efectúan los tribunales de lo contencioso-administrativo, sino el tribunal penal que dictó la sentencia condenatoria. El control de legalidad por el juez penal es inherente al acto administrativo del indulto. No puede haber indulto sin control de legalidad. Y, en consecuencia, no puede derivarse de dicho control ningún conflicto de jurisdicción. Control de legalidad y conflicto de jurisdicción son términos contradictorios cuando nos encontramos ante un indulto. Únicamente podría darse un conflicto de jurisdicción si el Tribunal Supremo hubiera efectuado un control de constitucionalidad del real decreto de indulto, es decir, si hubiera puesto en cuestión la competencia del Gobierno para dictarlo, pero jamás cuando se limita, como han hecho y dicho expresamente tanto el auto como el voto particular, a controlar la legalidad. En esto, la coincidencia entre el auto y el voto particular, insisto, es completa. El primero lo dice expresamente, y el segundo, no. Pero no porque estén en desacuerdo, sino porque los redactores del voto particular no han considerado necesario decir expresamente lo que es obvio.

Nada tiene que ver, por tanto, lo que dice el voto particular en lo relativo a este extremo con lo que se está diciendo en diversos medios de comunicación que ha dicho. En este punto hay unanimidad en el Tribunal Supremo.

El segundo punto de coincidencia del auto y del voto particular es el relativo a la pérdida definitiva de la condición de magistrado de don Javier Gómez de Liaño como consecuencia de la ejecución de la sentencia del Tribunal Supremo que lo condenó por un delito de prevaricación. En contra de lo que viene afirmando El Mundo de manera reiterada, los firmantes del voto particular afirman de manera expresa que es 'cosa que nadie discute' que está 'cumplida la pena de inhabilitación en el concreto aspecto de pérdida de la condición de magistrado'.

No hay conflicto de jurisdicción y se ha cumplido la pena de inhabilitación en lo relativo a la pérdida de condición de magistrado por don Javier Gómez de Liaño. En estos dos extremos hay unanimidad en la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

La discrepancia entre la mayoría y la minoría se reduce a que la primera considera que una vez 'cumplida' la pena ya no es posible el indulto, porque lo prohíbe expresamente el artículo 4 de la ley, mientras que la minoría considera que sí es posible el indulto. Con esta parte de la argumentación del voto particular es con la que no estoy de acuerdo.

Y no lo estoy porque el voto particular incurre en una petición de principio que invalida toda su argumentación. La minoría considera que el real decreto de indulto de don Javier Gómez de Liaño y la Ley de Indulto deben ser interpretadas a partir del principio in dubio pro reo . 'Al tratarse de una cuestión penal, es indudable que la interpretación normativa correspondiente al indulto deberá hacerse de acuerdo con el principio in dubio pro reo que informa todo el campo penal'.

Pero no es, en modo alguno, así. El principio in dubio pro reo es, por su propia naturaleza, un principio de valoración de la prueba, de los hechos, pero no un principio de interpretación de la legalidad. No se puede condenar a nadie sin que existan pruebas de que es el autor del delito por el que se le condena. Ése era el ámbito de operación del principio in dubio pro reo antes de convertirse en el derecho a la presunción de inocencia. No se le puede hacer operar en el ámbito de la interpretación de la ley. Es mezclar peras con manzanas. El principio que tiene vigencia en la interpretación de las normas penales es el de la aplicación de la norma 'más favorable' para el condenado, que es algo completamente distinto al in dubio pro reo. Es lo que estamos viendo que hacen todos los días los tribunales de justicia cuando tienen que decidir si aplican el Código Penal anterior al del 95 actualmente vigente o aplican este último. Pero en lo relativo al indulto no hay normas en plural, sino norma en singular y, en consecuencia, no se plantea una disyuntiva de este tipo.

La interpretación de la ley por parte del voto particular falla, en consecuencia, por su base y carece de toda consistencia. Después de considerar indiscutible que la pena de inhabilitación estaba 'cumplida' en lo relativo a la pérdida de la condición de magistrado, la conclusión indiscutible es que no era indultable. Con las reglas de interpretación en el mundo del derecho no se puede llegar a otra conclusión. De ahí el salto al in dubio pro reo, que no es un criterio interpretativo de normas, sino de valoración de hechos y que, desde la perspectiva de la argumentación jurídica, no puede no acabar siendo un salto mortal. En este punto, el voto particular da por supuesto en el punto de partida justamente lo que tenía que demostrar.

En todo caso, de lo que no cabe duda es de que la minoría redactora del voto particular, aunque discrepa de la mayoría redactora del auto en la interpretación de la ley, no lo hace en lo relativo a la posibilidad de plantear un conflicto de jurisdicción, que es lo único que interesa una vez que el auto ha adquirido firmeza. Creo que el Gobierno haría bien en estudiar detenidamente tanto el auto como el voto particular antes de dejarse arrastrar por determinados medios de comunicación a aventuras que se sabe cómo empiezan, pero no cómo pueden terminar.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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