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Crítica:ÓPERA | 'I PURITANI'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Sublime locura

I Puritani es una locura, como lo es La sonnambula, del mismo Bellini, o Lucia, de su rival Donizetti. La locura se halla en la esencia del belcantismo romántico: ponerse a hacer piruetas imposibles con la voz es en efecto cosa de locos. En I puritani la loca es Elvira, que se cree abandonada por su novio Arturo sobre un impreciso fondo de luchas entre cromwellianos y estuardistas. Pero la locura que interesaba de verdad a Bellini no es la del argumento, sino la mucho más sublime de la voz. Ahí el compositor se mostró implacable: escribió para sus personajes unas partes tan al límite de las posibilidades que desde el estreno en París, en 1835, los intérpretes que las incorporaron fueron considerados poco menos que héroes. Elvira se convirtió en un auténtico caballo de batalla de las sopranos ligeras, no menos que Arturo de los tenores spinti. La Callas afrontó el papel al inicio de su carrera, en 1949, de manera intempestiva (¡cantaba Brunilda en La Fenice y Serafin le rogó que se preparara para Elvira!), y protagonizó una de las gaffes más suculentas que se recuerdan: convirtió a la 'vergin vezzosa' ('doncella graciosa') de su aria del primer acto en 'vergin viziosa' (huelga la traducción).

Ópera, pues, de voces donde la haya. Y hubo voces en el Liceo. La muy querida de Editha Gruberova es conocida por su ductilidad y poderío. Es cierto que su pianissimo se diluye a veces en un susurro poco cantado y que su agudo en forte tiende al grito, pero la experiencia y el instinto impiden a la postre que la línea se descomponga.

Josep Bros debutaba como Arturo, y lo cierto es que lo sacó con elegancia y atención al fraseo: un caso raro de tenor al que se le entiende lo que dice. Empezó algo cohibido, pero fue ganando aplomo. Su voz se ha ensanchado y eso sin duda le da confianza, aunque algún sobreagudo del tercer acto salió justo de colocación. En cuanto a Carlos Álvarez (Riccardo), volver a escuchar su envolvente timbre es un placer, si bien es cierto que luce mejor en papeles más dramáticos. Convincente y seguro el joven Simón Orfila (Sir Giorgio). Completaron ajustadamente el reparto Raquel Pierotti (Enriqueta) y Vicenç Esteve Madrid (Bruno Roberton).

Salvo algún solo de trompa manifiestamente mejorable, la orquesta, a las órdenes de Friedrich Haider, procedió con eficacia en su tarea de acompañamiento; si se quiere un punto despersonalizada, pero ésa es otra de las locuras impuestas por este repertorio: la sumisión instrumental absoluta a la voz.

La producción tiene casi 20 años, y eso se nota. Si los decorados y el vestuario son de calidad aceptable, las constantes entradas, salidas y evoluciones en pista de los soldados acaban mareando. Al final, aplausos mayoritarios, pero también algún abucheo sostenido. ¿Contra qué, contra quién? Ni idea. A no ser que los partidarios de las emociones fuertes, tipo el tan traído Ballo de Calixto Bieito, se estén organizando. Si es así, reclamar la modernidad en I puritani sería otra locura, una más de las que afectan a esta obra tan bella como improbable.

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