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Crítica:VAN MORRISON | 'RHYTHM AND BLUES'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El maestro no sudó

Diego A. Manrique

Lo de Van Morrison y España es más que curioso. Un país en el que tardaron años en distribuirse normalmente sus discos se ha convertido en una de sus plazas fuertes, con presencia incluso en las listas de ventas. Un país donde, recuerden, ahora mismo puede ser una misión imposible intentar localizar material de Jackie Wilson, Boby Blue Band, y demás inspiradores de Van. Gracias a la excelente relación del cantante irlandés con un promotor español, sus visitas son frecuentes: toca en dos o tres auditorios selectos y triunfa. Eso sí, el verle y oírle es un lujo no al alcance de todos los bolsillos. No es demagogia el recordar que su música actual, originalmente rhythm and blues proletario, se ha convertido en objeto exquisito para disfrute de carteras profundas.

Ocurre que lo imprevisible de Van Morrison hace que cada una de sus apariciones mantenga el suspense necesario para convocar a los fieles. A diferencia de coétaneos como Neil Young o Bob Dylan, su carrera discográfica es productiva -un lanzamiento cada año- y sus conciertos mantienen el mínimo de calidad. Su última ocurrencia ha consistido en rescatar a Linda Gail Lewis, la hermana de Jerry Lee Lewis, una mujer que ya había desaparecido incluso de las enciclopedias del country.

No es un emparejamiento de iguales: no se trata de un concierto de duetos al estilo Nashville. Linda comienza de animadora con unos cuantos números sureños y, tras un aceptable On the dark side of the street, presenta a mister Van Morrison. Y el hombre toma el escenario como un toro con retranca. Tira una armónica al suelo, hace que le cambien el micrófono, da instrucciones airadas. Se teme lo peor.

Por el contrario, resulta un recital plácido, donde se alternan clásicas afroamericanas con piezas autobiográficas como Cleaning windows. Dirige sin esfuerzo a los tres metales, a la sección ritmo, a la teclista invitada, al guitarrista que se dobla en mandolina y le hace coros. Todos muy propios, con traje rojo y camisa negra, y todos están muy atentos a los gestos conminatorios. La mecánica funciona y el concierto sigue por rumbos productivos. Aunque sin grandes cumbres emocionales, sin esos momentos en los que Van parecía perderse en el vértigo de su música.

Tal vez sea el calorcillo de los tragos de whisky, pero el hombre del sombrero y las gafas oscuras hasta se dirige al respetable para preguntar: 'Any requests?'. ¡Peticiones del oyente! Surgen los gritos: Domino, Caravan, Brown eyed girl. Piezas de su mejor cancionero que, naturalmente, no canta. Era broma, amigos.

Cuando ya ha alcanzado el clímax, mezclándose con el trompetista y los saxofonistas, cantando directamente en el micro portátil (con el de pie ha tenido una relación dificil), se los lleva como si fuera el flautista de Hamelin. Y vuelve inmediatamente para hacer un popurrí de éxitos de los cincuenta, aquellos proyectiles que lanzaban Chuck Berry, Fats Domino y, sí, Jerry Lee Lewis. El final pone una sonrisa en la cara de los espectadores, pero uno no puede dejar de pensar que aquello apenas se diferencia de lo que esta noche harán mil grupos de pub en todos los rincones del planeta. Sin cobrar entrada.

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