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Reportaje:INTERNACIONAL

Una guerra de lujo

Bernard Arnault, presidente de LVMH, y François Pinault, responsable del 'holding' Artemis, encrespan su interminable duelo por controlar el mercado del lujo

Todo lo que les une les separa. Luchan por lo mismo, pero son muy diferentes. Les interesan idénticas cosas, pero de manera distinta. Bernard Arnault y François Pinault son los dos reyes del lujo; uno, el primero, al frente de su grupo LVMH, unas siglas que significan Louis Vuitton, Moët Chandon y Henessy; el segundo, montado en su holding Artemis, a través del cual controla el grupo PPR (Pinault-Printemps-Redoute).

Arnault es un hombre del Norte, hijo de millonarios, heredero de una fortuna ligada al sector textil y de una educación exquisita. Pinault es un normando que ha transformado la modesta explotación maderera familiar en el trampolín de un imperio. El primero toca el piano, es un auténtico virtuoso del teclado y le agrada ofrecer, en compañía de su esposa concertista, recitales para algunos de sus amigos selectos, no en vano él supo cambiar en el momento adecuado los telares por una marca: Dior. Pinault juega al Monopoly, pero a gran escala, de verdad, con empresas y personas, desde el principio, cuando comprendió que en el sector de la madera primero había que acudir directamente al productor y ahorrarse los intermediarios, que encarecían el producto, para luego, una vez asegurado de ofrecer un precio imbatible, ir comprando los negocios de los competidores progresivamente arruinados. Arnault se rodea de artistas, estrellas e intelectuales, mientras Pinault tiene un comportamiento más propio del nuevo rico con los dientes largos y no menosprecia a los políticos.

Desde hace ya varios años, Arnault y Pinault se enfrentan en todo el mundo, mantienen una guerra que se declaró abiertamente cuando Pinault llegó a un acuerdo secreto con Tom Ford y Domenico del Sole, el alma doble de Gucci, para realizar por sorpresa una ampliación de capital que dejase como socio minoritario a Arnault. En enero de 1999 LVMH poseía el 34,4% de las acciones de Gucci, compradas discretamente, aprovechando que la crisis asiática las había desvalorizado. Poniendo 26.000 millones de francos (625.000 millones de pesetas) sobre la mesa Artemis y revendiendo Saint Laurent a Gucci para hinchar la empresa, Pinault (42%) logra que Arnault sólo represente un 20,6% de las acciones.

Desde entonces, marzo de 1999, todos los abogados de Arnault trabajan para hundir a Pinault, 'ese señor al que vamos a enseñarle modales', según consigna de Arnault que, sin duda, tampoco olvida que, cuando fue invitado a la boda del hijo de su enemigo, se encontró con que la promesa de estar sentado en la mesa presidencial era un bromazo: había una sola mesa para 700 comensales.

Esta semana, en Amsterdam, los tribunales han tenido que estudiar una nueva demanda de Arnault contra Pinault relativa a Gucci, empresa italiana de capital francés, social y fiscalmente holandesa. Esta vez, los abogados de Arnault parecen tener todas las de ganar. En el momento en que Pinault se apoderó de Gucci lo hizo ocultando a la asamblea de accionistas cómo iban a repartirse las stock-options. La asamblea votó a favor de una distribución 'a favor del conjunto del personal', pero luego ha resultado que ese 'conjunto' se reducía a dos personas, Domenico del Sole y Tom Ford, que accedieron a los requiebros de Pinault a cambio de un 8% de las acciones, nada más y nada menos que 6.000 millones de francos (150.000 millones de pesetas). La ley holandesa, que es extraordinariamente liberal e imprecisa, reclama transparencia y, sobre todo, se rige por una exigencia de 'gestión leal de los negocios'. Para los accionistas minoritarios -Arnault, pero también otros muchos-, Del Sole y Ford 'antepusieron su interés personal al de la empresa'. No fueron 'leales' con Gucci y con los otros accionistas. La sentencia holandesa debiera poner fin a la batalla.

Pero sea quien sea el que se quede con Gucci, sólo habrá ganado eso, una batalla, que no la guerra. El mundo parece demasiado pequeño para que el sector del lujo pueda tener dos reyes. Recientemente, LVMH ha adquirido el 50% de De Beers, el grupo surafricano que reina sobre el mundo de los diamantes. Arnault ha pagado 200 millones de dólares para hacerse con un lema: 'El diamante es eterno'. El empresario francés cuenta así con poder 'entrar en concurrencia con los grandes de la joyería, como Tiffany, pues ése es nuestro objetivo'. Y no sólo eso, pues Arnault, que ya tiene en sus manos la marca Chaumet, quiere hundir a Boucheron, la firma de joyas de Pinault. Para De Beers, que no podía acceder al mercado estadounidense debido a su condición monopolista en su país, la alianza con LVMH sí tiene un interés evidente, pero para el grupo francés hay que relacionarla con la inauguración de su rascacielos en Nueva York -arquitecto, Christian de Portzamparc; inauguración en presencia de Hillary Clinton- y de la adquisición de la firma de prêt-à-porter Dona Karan por 645 millones de dólares.

Mientras, los desfiles de moda parisinos del mes de enero se desarrollan en un ambiente enrarecido. Givenchy ha presentado la última colección de Alexander McQueen a puerta cerrada. ¿Por qué? Sencillamente, porque McQueen, contratado por Arnault en 1996, quiere poner en pie su propia marca y ha encontrado quien le financie sus ansias de independencia: Gucci, es decir, Pinault. El escocés McQueen, cuando salió a saludar a la restringida concurrencia que asistía a la presentación de su última colección de alta costura para Givenchy, lo hizo llorando. ¿Nostalgia de los buenos años pasados en París, emoción ante el reconocimiento del triunfo o, lo que parece más plausible, pánico al descubrir en qué lío se ha metido?

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