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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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Nosotros, los catalanes

Los que no venimos de la tradición marxista, sino de la libertaria, no sabemos usar el concepto pueblo con el desparpajo con que lo hacen nuestros colegas de la única izquierda verdadera. A ese pueblo compacto, desencantado y casi traicionado por sus representantes legítimos, abandonado a su suerte, lejana ya de las utopías, a ese pueblo no lo conozco. Me hablan de él los amigos, me lo presentan los colegas, incluso me lo mentaba con inteligencia Félix de Azúa en un punzante correo electrónico. Y sin embargo, una no lo ve, no lo percibe en su nítida redondez, en su íntegra definición. Sinceramente no creo que nada de lo que ha pasado en estos 20 años haya ocurrido porque una clase dirigente haya traicionado, manipulado o sencillamente se haya olvidado del consciente y clarividente pueblo. Sino porque, como dicen los sabios, el susodicho ha hecho méritos. ¿Tenemos lo que nos merecemos, lo que hemos querido? Veámoslo en forma de radiografía.

¿Qué somos como 'pueblo' al margen de los líderes que hemos tenido? Un oasis sin ruido que se ruboriza de los líos de Madrid, con un horizonte muy bajito que no necesita, pues lo suyo es mirarse a sí mismo

Nosotros, los catalanes, ¿qué somos? Por supuesto la pregunta no tiene vocación antropológica o sociológica -doctores tiene la Iglesia-, sino una sonora, impertinente y tal vez insana vocación de pensar en voz alta. Y en ese pensamiento a la intemperie, se me ocurren tres responsabilidades directamente aplicables a nuestro inocente pueblo: el oasis, el bajo techo y el autismo. Descartado, por obvio, que los catalanes somos una nación, una memoria, una lengua, un sentido de la historia y todo el resto del catecismo, es exigible saber qué más somos y es ahí, en ese adverbio cuantitativo, donde sitúo las responsabilidades. Oasis. Nuestro catalán medio está tan encantado de que no pase nada, que ha convertido la nada política en un motivo de orgullo. Ahí está, míralo, míralo, ese catalanito de pro despotricando de los líos de Madrid, de sus ruidos, enamorado de su Parlamento sin palabras; 'Catalunya és diferent', 'a Catalunya no passen aquestes coses', y como no pasan, no ha habido ni casinos, ni de las Rosas, ni Estivills, ni Pallerols, ni se ha muerto un solo cerdo de peste. Porque nuestra peste es tan educada que no huele, mierda pasada por Aromas de Montserrat. Si el primer caso casinos hubiera indignado al personal, si nuestro pueblo se hubiera rebelado contra las bajezas de sus políticos, nunca hubiera existido el oasis catalán. Es decir, nunca hubiera existido esa pax con olor a cementerio. Pero todo queda en casa y, en casa, como marcan los cánones pequeñoburgueses de nuestra identidad, nunca pasa nada. Por eso después de los casinos han llegado los señores de la manguera, y después de ellos los Pallerols, que Cataluña sólo se sonroja si la vergüenza viene de fuera. En este intento de retrato libre, describo pues el primer trazo: los catalanes practicamos la moral burguesa del culto a las apariencias. Nos importa un pimiento lo que está ocurriendo, sólo nos preocupa que no se note demasiado. Que el vestido de novia tape la barriga... Tantsemenfotisme pasado por Virtelia. ¿No es ésta una de las claves de tantos años de convergencia cósmica?

Y somos de baja estatura. En su sentido simbólico, por supuesto. ¿Qué define la Cataluña actual, desde mi punto de vista? La alergia patológica a los horizones lejanos. En buena parte del caldito político, no hay ni un solo aspecto de lo colectivo -económico, social, cultural, sindical- que tenga miras amplias, perfectamente instalado en un permanente corto plazo que ha limitado cualquier aspiración de grandeza. Nos hemos vuelto irremisiblemente mediocres y hemos hecho de la mediocridad otra medallita al mérito. Ya sé que podríamos subrayar algunos responsables políticos -alérgicos a la cultura- que mucha culpa tienen, pero perdónenme mis queridos compatriotas: ¿dónde están los genios de la cultura, dónde los provocadores, los sindicalistas sin peajes, las organizaciones económicas, civiles...? Más allá de mover la cola para ser visto por el conseller de turno o por el ministro -que no hay complejos...-, a ver si cae una subvención, o una comidita para explicar a las amistades, o, incluso, un ofrecimiento político, no ha habido casi ni un solo líder social que haya dado patadones al suelo. Este pueblo nuestro, tan secularmente nutrido de la muy elogiada sociedad civil, sólo da pataditas para salir en la foto. Pero ni quiere cambiar demasiado las cosas, ni quiere otro tipo de políticos, ni otro tipo de política. Es tan alcanzable la mediocridad y tan satisfactoria, que hemos conseguido llegar al punto máximo de orgasmo colectivo: el que da la mano solitaria. Segundo trazo, pues: no es que los catalanes no seamos utópicos, sino que hemos renunciado a tener horizontes. Hemos hecho de la mediocridad un signo de identidad. ¿Complejo de superioridad? Un complejo de inferioridad de narices que nunca vamos a reconocernos.

Y de ahí, al autismo. No, no me apunto a todo eso del localismo del discurso catalán y demás sandeces de arriba España. Pero me parece indiscutible que lo catalán, tan amante del pensamiento interior y de preguntarse día tras día qué es y a qué dedica el tiempo libre -recuerden el chiste del elefante-, no se pregunta casi nunca qué es respecto a lo exterior. ¿Dónde está el discurso nacional con la inclusión china, musulmana, suramericana que va a conformar, con permiso o sin él, la Cataluña del futuro? Cuando hablamos de la identidad, ¿incluimos la complejidad identitaria, el discurso de la mezcla? No es que no nos imaginemos un mosso que lee la Torà o celebra el Ramadán, es que aún estamos debatiendo qué eramos en la Edad Media. Se mueve la realidad con una locura de velocidad tal, y nuestro discurso colectivo continúa navegando en los parámetros de Vicenç Vives. El abismo entre la Cataluña real y la Cataluña obtusamente debatida es de tal dimensión, que rompe incluso la tendencia histórica. Habíamos sido tierra de paso, abierta al mundo. Y ahora sólo viajamos hacia nuestro ensimismamiento. Pero no porque reivindiquemos lo nuestro -que bien está-, sino porque hemos dejado de pensar en la gramática de los demás.

Por cierto, ¿vamos a ser racistas? Por supuesto, pero pobre del que lo diga en voz alta... Silencio, silencio sobre nuestras miserias. Como tiene que ser, que la arcadia pequeñoburguesa necesita autocomplacerse para ser feliz, paraíso sin horizones, sin sonrojos, sin sobresaltos, educado, correcto, anestesiado. Por eso lo del pueblo traicionado por sus líderes no me lo creo. Este pueblo mío está encantado de ser tan mediocre: de ahí que elija los 20 años de paz al baño maría. Sabiamente lo hace para no inquietar su delicada consciencia.

Pilar Rahola es periodista pilarrahola@hotmail.com

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