Los amantes bilingües
Alberto García Alix expone sus estupendas fotografías en Tecla Sala y yo, cada vez que pienso en él, me acuerdo del protagonista de la novela de Juan Marsé El amante bilingüe, aquel caballero que, por amor, decidía convertirse en un charnego, en alguien que, en principio, nada tenía que ver con él o con su mundo. También Alberto decidió un buen día ser otro. Y lo hizo tan bien que, si no le conocías, dabas por sentado que aquel tipo que se acercaba por tu acera, envuelto en cuero negro y cubierto de tatuajes, te iba a rajar como le miraras de un modo que no le gustara.
Cuando conocí a Alberto García Alix, hace muchos años, en aquel Madrid de la movida del que no queda prácticamente nada (sólo sus fotos, algunas películas de Almodóvar y ciertas canciones de Santiago Auserón o de Fernando Márquez), observé que no era el canalla que parecía, sino un muchacho muy agradable que exhibía amplios conocimientos verbalizados con una prodigiosa y, sin duda, muy trabajada voz de cazalla. No sólo eso: a pesar de su afición a los tatuajes, la poesía carcelaria y los textos legionarios de Pierre McOrlan, Alberto procedía de una excelente familia madrileña y su padre era un probo catedrático con una biblioteca más que notable. Alberto, simplemente, había decidido ser otro.
No es el único. Recuerdo, por ejemplo, al pintor Luis Claramunt, recientemente fallecido. En los viejos tiempos de Zeleste, cuando aún no lo conocía, intentaba guardar las distancias con aquel sujeto de pelo grasiento y largas patillas, embutido en pantalones acampanados, calzado con botines de tacón cubano y cubierto por un tres cuartos de polipiel negra. Cuando alguien me lo presentó, estando ambos en una nube de humo y alcohol, observé que, al igual que Alberto, era un muchacho agradable, culto y simpático. También como Alberto, Luis era de muy buena familia. Procedente de la alta burguesía catalana, había decidido hablar siempre en castellano con acento andaluz, pasarse la vida en Sevilla o en Marruecos y vestir como si fuera el presidente del club de fans de Los Chunguitos. O sea, que Luis también había descubierto un buen día que quería ser otro.
Los ejemplos de esta peculiar actitud no se reducen a las estrechas fronteras del mundo del arte. Pienso en J., el hermano de mi amiga M. Hijo mayor de una familia catalana de clase media, a la hora de entrar en la universidad se lo pensó mejor y se apuntó a la legión. Se tiró un tiempecito en Ceuta, donde se le olvidó el poco catalán que sabía, y volvió a casa con una gran afición al consumo de estupefacientes. Entre otras rarezas, le dio por otorgarse cada noche la tercera imaginaria y patrullar por el domicilio paterno de madrugada pertrechado con una bayoneta. Cuando por fin se decidió a sentar la cabeza, lo hizo a su manera: casándose con la asistenta de su madre y yéndose a vivir a Rubí, donde, si no me equivoco, trabaja de mecánico.
Estoy convencido de que hay muchos más casos semejantes y que no serán pocos los lectores que conozcan alguno. Y la verdad es que esta insólita actitud tiene un punto de disparatada nobleza que la enaltece, pues esos extraños cambios constituyen una rara muestra de rebeldía. Tu familia te prepara para una cosa y tú te sales por la tangente de la manera más radical que se te ocurre. No te conformas con matricularte en Periodismo cuando tus padres querían que fueses abogado. Ni con cortarte el pelo al cero y ponerte pendientes cuando tus progenitores hubieran agradecido más un esculpido a navaja y un traje de Furest. Eso es poco para ti. Así que decides, directamente, convertirte en otro, en aquel que siempre has creído ser, en el personaje que te refuerza en tu no siempre confesada teoría de que tus padres no son tus padres, sino dos personas que te adoptaron porque te encontraron en la puerta de casa, hecho un fardito, y no les quedó más remedio que quedarse contigo.
Hace mucho que no veo a Alberto García Alix. Luis Claramunt está muerto. Nunca voy por Rubí. No conozco más amantes bilingües que los citados, pero estoy convencido de que el mundo está lleno de ellos y que todos, absolutamente todos, tienen motivos muy serios para hacer lo que han hecho. Y estén donde estén, y aunque se la sude, quiero que sepan que cuentan con toda mi simpatía.
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