Laura
Laura es ecuatoriana. Se casó muy joven, tiene un hijo y su vida se ha complicado desde que emigró, no hace mucho, a España. Cuando la conocí me pareció una niña asustada y un tanto desorientada en un país que no sabía qué futuro iba a depararle. Cuando comenzó a trabajar en casa de mi madre parecía más contenta y tranquila. Fue muy buena en su trabajo. En Laura, como en otras muchas gentes que, como ella, emprendieron la aventura de la emigración, se aprecia la voluntad de vencer la adversidad y el coraje en la lucha por una vida mejor para ellos y para sus hijos.
Salvando todas las distancias, la aventura de estas gentes me remite a la de los españoles que, en los años sesenta, abandonaron su casa para emigrar a Europa. De la zona levantina, como se decía entonces, fueron muchos los que salieron. Recuerdo que en la época las gentes bien pensantes criticaban sus decisiones, porque, según decían, los que marchaban no eran pobres de solemnidad. Se trataba, pues, de gentes mal adaptadas o con exceso de ambición, que si finalmente lograron acumular algún dinero fue a cambio de llevar una vida miserable y explotada, en un país extranjero. Hoy ya nadie se acuerda de esos tópicos insultantes, hoy todo el mundo reconoce que el sacrificio personal de los emigrantes benefició a sus familias y al país que recibía sus divisas. También en los países de acogida la memoria es flaca, y allí no quieren acordarse de sus culpas, del trato despectivo con que las gentes bienpensantes solían recibir a los que eran más pobres que ellos y eran, además, extranjeros. Los españoles de ahora, con un régimen democrático y más ricos somos ya otra cosa para los europeos, somos considerados como unos europeos más.
Los españoles de ahora nos hemos convertido, además, en un país de acogida de emigrantes. Y es posible que, como ayer, estemos repitiendo la historia de la incomprensión y la indiferencia ante el fenómeno de los emigrantes. Al menos así parece por el trato que les hemos venido dando y por la frialdad con que se acogen ahora las medidas políticas que amenazan con devolver a los emigrantes sin papeles a su país y librarnos así del problema, como acostumbra a decir el presidente Aznar. Como si fuera fácil librarse de un problema que tiene causas estructurales profundas y de culpas políticas que afectan a este gobierno tanto como a los anteriores -hay malpensantes que dicen que los señores del gobierno, poniendo una vela a Dios y otra al diablo, pueden tolerar la permanencia de una mano de obra ilegal y barata cuando haga falta a los empresarios, y si las cosas se complican se lavan las manos haciendo cumplir la ley-.
Lo cierto es que ellos están aquí y que ustedes no ignoran que les estamos empleando a nuestra conveniencia y no siempre con justicia para ellos; unos les han dado trabajo porque eran más baratos, otros porque eran más dóciles, y otros, sencillamente, porque eran una mano de obra disponible y suficientemente cualificada para lo que les pedíamos. Qué duda cabe de que gracias al trabajo de las mujeres emigrantes, muchas familias españolas, agobiadas por el trabajo y las responsabilidades domésticas, han solucionado el problema de sus ancianos, sus niños y sus casas. Qué duda cabe que con ellos los empresarios han encontrado trabajadores polivalentes que resuelven los trabajos de temporada. Querámoslo o no, estas gentes nos están haciendo un papel económico pero también significan un plus para la calidad de nuestras vidas, por los cuidados que hoy realizan las mujeres y por otros muchos servicios que de no ser por ellos no sería posible obtener porque no existen apenas en la oferta laboral que cubren los españoles. Por eso es de esperar que, cuando pase la marea suscitada por la entrada en vigor de la Ley de Extranjería estas gentes van a ser empleadas, aún sin papeles. Por eso si no somos hipócritas, debemos defender que se queden los que ya están aquí y, si no pensamos aprovecharnos de sus necesidades, debemos defender que se regule su situación. Así y no de otro modo se evitará su explotación.
No es mi intención negar la necesidad que tenemos de regular el flujo migratorio, aunque me hubiera gustado una ley más humana y generosa. Pero su aplicación ahora no justifica la intransigencía del gobierno, que se niega a tratar con los colectivos de emigrantes que han comenzado sus protestas y amenaza con la expulsión de los que no estén regularizados. Aún sabiendo que los estamos empleando. Aún sabiendo que ellos necesitan de esos trabajos. Aún sabiendo de sus necesidades y padecimientos. ¿No sería más razonable ahorrarles a esta gente sufrimientos y concederles ahora una amplia posibilidad de regulación?
Este gobierno se precipita y está arriesgando su prestigio político y su imagen. El problema que tiene entre manos no puede resolverse sacando pecho y con la amenaza de aplicar la ley. Hacen falta matices y flexibilidades. Aunque sólo sea porque, como se viene anunciando por la prensa, va a ser sumamente difícil, además de muy costosa, la expulsión de emigrantes que se anuncia. El señor Mayor Oreja, por ejemplo, ha eludido contestar a los periodistas que le preguntaban cómo piensan detener a los ilegales que no desean marcharse. No menos importante debería ser para el gobierno la mala imagen que su política intransigente está suscitando entre los españoles. En los últimos años, muchas gentes anónimas han estado en contacto con emigrantes, han conocido sus problemas, e incluso han intervenido en su favor y les han ayudado, como se manifiesta en la actitud abierta de tantas administraciones y de tantos funcionarios que los han admitido como enfermos o como niños a escolarizar. Después del desgraciado accidente ocurrido en la provincia de Murcia, muchas más gentes se sienten tocadas por sus dramas personales.
Me gustaría pensar que entre los votantes del gobierno los hay que en este momento están descontentos con sus elegidos, por lo mal que están conduciendo este proceso y por su mal corazón. Me gustaría pensar que entre los partidarios de la oposición los hay indignados por la falta de sensibilidad de sus dirigentes hacia los problemas de los emigrantes que en estos momentos se manifiestan, por la tardanza en encontrarse con ellos y en elaborar y proponer al gobierno un pacto que proporcione una salida digna a este conflicto.
Al mismo tiempo me temo que nuestra clase política continúe donde está, tranquila porque no tema que su intransigencia para con los más desfavorecidos pueda efectar negativamente a la valoración política de su formación. Ellos son así y tienen tendencia a pensarnos sumisos y acordes con sus propuestas. A no ser que dejemos de devolverles su imagen, haciendo públicas nuestras disprepancias puntuales y cotidianas. Sería bueno que, en este país y en esta ocasión, se hiciera visible y manifiesto el apoyo de la ciudadanía -incluidos los famosos- de los colectivos sociales y de los medios de comunicación a los emigrantes. Como ocurrió en Francia hace un tiempo, cuando los emigrantes encerrados en las iglesias de la capital se hicieron visibles para el gobierno, que acabó negociando gracias a las demandas de las muchas gentes que se atrevieron a defender públicamente a los extranjeros. Laura, estoy contigo y con los tuyos.
Isabel Morant es profesora de la Universidad de Valencia.
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