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Columna
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Catastrofismo

Pocas o ninguna política tan cuestionable como la cultural. Por lo pronto se cuestiona su utilidad con el mismo fervor que le es reclamada a los poderes públicos. Una vez puesta en ejecución, resulta prodigioso que no provoque la diatriba entre los muchos agentes implicados: creativos en su sentido más lato, succionadores de la teta presupuestaria, críticos, partidarios ideológicos y talentudos avizoradores o no de la prebenda. Siendo la subjetividad -gustos, manías y criterios personales- la regla principal de medir, no es raro que se pongan en solfa todas las iniciativas, por brillantes y eficaces que aparenten ser. Y mucho más cuando no lo son. Tal es el caldo de cultivo de la cultura amparada por la Administración, lo cual no empece, sino todo lo contrario, para que aflore y se desarrolle.

De ahí la conveniencia de que personalidades prestigiosas situadas au dessus de la mêlée emitan oportunamente su juicio para matizar extremosidades y sacudir los maniqueísmos que con frecuencia agusanan el guirigay de los agonistas culturales. Tal era el papel que a ojos cerrados le hubiéramos atribuido al pintor y escritor Eduardo Arroyo, uno de los pocos artistas que ilustran su ya larga experiencia con un respetable equipamiento intelectual.

Sin embargo, y confesamos que no sin estupor, el admirable Arroyo nos ha sorprendido con una traca de sonoras descalificaciones a la hora de valorar algunas de las empresas culturales que se cuecen por estos pagos, y de manera muy eminente la proyectada Bienal de Valencia. A su entender, o eso podemos deducir, sus promotores son unos pardillos engañados por una tropa de 'trincones', 'desaprensivos' y 'caraduras' que nos engatusan con algo así como el timo de la estampita. Con la misma larga cambiada se lleva por delante unas cuantas reputaciones y denuncia no se sabe bien qué peligros acechan al IVAM. En fin, una despertà en toda regla, muy en consonancia con la predilección que amamanta por estas tierras.

Pero eso no es serio, a nuestro entender al menos, y además llega tarde, pues el papel de tronitronantes ya se lo han adjudicado unos cuantos comentaristas locales con un morro que se lo pisan, nihilistas a la violeta, para quienes la Bienal aludida, el Consejo Mediterráneo de la Cultura o el Programa Maditerráneo de la Unesco radicados en Valencia -por citar unos hitos recientes- son mera cultura espectáculo. Padecen sin duda un empacho de Jeremy Rifkin y, sobre todo, un obsesivo gusto por el desmantelamiento a todo trance de cualquier propuesta que exhiba la vitola del PP. Es su guerra privada y su contribución al citado guirigay.

En adelante, y legítimamente, Arroyo se alinea en ese frente hipercrítico, pero dudo que sus desahogos nos hayan regalado algunas claridades, más allá de poner en el paredón a todo quisque. A Santiago Calatrava -'el peor arquitecto viviente', en su opinión-, al cineasta Greenaway, al artista Bob Wilson y, obviamente, a Yoko Ono, lo que podría sembrar la alarma entre los observadores del fenómeno cultural valenciano si no fuese tan catastrofista. El estilo panfletario ameniza, regala titulares de prensa, pero no asusta ni alecciona. Y más aún cuando quien lo practica en estas circunstancias parece que nos haya querido descubrir el Mediterráneo, liberándonos de una alucinación en la que nos tienen sumidos. Agradecidos y a vigilarse la hipertensión.

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