Migajas de la codicia
Más que broma de desaprensivo, que el Museo de la Ilustración se abra con muñequitos es una metáfora
Y una metáfora de qué, se preguntará acaso el lector. Pues una metáfora de una manera de entender la cultura en la que el edificio es el emblema, como si los reyes magos nos obsequiaran con una bonita caja que no supieron con qué llenar. La cosa podrá ser surrealista para algunos pasotillas institucionales de la cultura, que suelen ser los que viven a sus expensas, si es que calificar a algo de surrealista significa alguna cosa a estas alturas, cuando la peor de las realidades ha superado con mucho a la más enloquecida de las ficciones. Así que el propósito de convertir el Museo de la Ilustración en una versión ampliada del que contiene la historia del arte de las fallas no deja de ser ilustrativo -eso, sí- de una mentalidad de oportunista que todavía se hace un lío entre tradición y modernidad, entre folklore del terruño y nuevas tecnologías, entre la demanda de cultura y la oferta al por mayor de puerilidades diversas.
Es lo que venía a decir, aunque de muy otra manera y refiriéndose a cosa muy distinta, Lluís Pasqual hace unos días acerca del Godot de Samuel Beckett, que ahora sabemos sin dudas lo que el autor siempre nos dijo, que el esperado nunca habría de llegar y que es tarea vana limitarse a esperar cualquier acontecimiento de importancia que no se deba a nosotros mismos. No es que no haya que esperar nada, sino que la espera no puede confundirse con el letargo de la melancolía. Qué mayor letargo que un museo que ilustra la Ilustración con muñequitos de falla -¿y por qué no los han puesto de Lladró?-, que mayor melancolía que esa inercia que se diría más desidiosa que deliberada. Pero si Beckett, y sus grotescos personajes, no espera nada al tiempo que escribe una obra ejemplar y prefiere no darse por enterado cuando unos suecos creen distinguirlo otorgándole el Nobel, los responsables de ese museo tan poco ilustrado, así como tantos otros y de tantas otras cosas, no se distinguen precisamente por su generosidad o su altruismo, y en realidad, lo mismo que el famoso personaje de Molière, hablan en prosa sin saberlo. Una prosa que algo debe a la mezquindad de una codicia pequeñita, donde a menudo no hay en juego grandes cosas pero sí lo suficiente como para optar con cierto descaro por la engañifa como sistema.
Lo malo de esa clase de conductas es que antes o después se institucionalizan y pasan a convertirse en norma de juego sin cuya observancia uno se queda siempre en offside. No habrá que insistir de nuevo en el cambio radical que han sufrido en este pais las artes plásticas en cosa de pocos años, pero acaso conviene apuntar que la voluntad institucional de reorientar las cosas en su provecho político -ahora que la política no existe- no es motivo bastante como para que el gremio de plásticos sin fronteras se pliegue sin más a esos propósitos, tanto más cuando los artistas de fuste a los que quizás admiran rara vez se prestaron por la cara a servir de escaparate de nada. La dignidad queda devastada en favor de unos usos que ni siquiera se atienen a las leyes del mercado sino más bien a las de un proteccionismo tan exagerado como compulsivo. Es un terreno, como tantos otros, donde lo peor está todavía por llegar, y cuando pase, que pasará, esta desaforada ordalía habrá de costar dios y ayuda habituarse de nuevo a algunos criterios de honesta racionalidad en las prácticas culturales y en los procedimientos de su difusión.
Esa clase de expectativas es la que genera también que la inexistente industria del audiovisual valenciana ande a la greña a cuenta de una ayudas que, como es lógico, los profesionales del sector siempre habrán de considerar insuficientes, con lo sensato que parece gastarse los ahorros propios y los de los amigos, no los de los contribuyentes, en financiar una película, exponerla ante el público que pasa por taquilla, y al que dios se la de, san Pedro se la bendiga. La nada melancólica aunque sí algo codiciosa compulsión a la caza de la subvención está repleta de episodios tan chuscos como financiar películas a golpes de presupuesto público sin molestarse en tirar ni una sola copia para su posterior exhibición, porque, claro, las copias cuestan pela y el productor no va a gastarse su dinero así como así. Su amor al cine no llega a tanto. Lo más curioso de todo este asunto es que el liberalismo desaforado que predica el partido en el gobierno se aplica mayormente en asuntos concernientes a sanidad o bienestar social mientras su intervencionismo está por asolar lo que queda de nuestra cultura. No es ya que esa notable propensión a la intervención pueda desviar al artista de sus propósitos iniciales, pero basta con repasar un álbum de fotos de prensa para comprobar en qué consiste el beneficio del político. Me parece a mi que volvemos a la política de la foto.
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