Anna como perro
Leo en Hilos de tiempo, el libro autobiográfico de Peter Brook: 'Me di cuenta de que el sentido de la belleza era inseparable de una tristeza especial, como si la experiencia estética fuese una reminiscencia de un paraíso perdido, que creaba una aspiración... pero no sabía decir hacia qué'. Y puedo estar de acuerdo en que la experiencia estética sea una recreación efímera de un paraíso que se pierde. Un regreso a ese no lugar que añoramos, pues el paraíso es un vacío como promesa, la tristeza de un nunca fue que se nos antoja colmado, y que siempre regresa como tal a pesar de esos momentos de exaltación que creen haberlo realizado, momentos que son rápidamente vencidos por esa huella fría que nos señala un anhelo. Pero todo esto se me derrumba cuando pienso en cuál pudo ser el anhelo de Anna Climbie, cuál su aspiración.
Nacida en Costa de Marfil, Anna Climbie tenía ocho años cuando murió de hipotermia en Londres el pasado mes de febrero. Había sido encomendada por sus padres a una tía abuela con la esperanza de que Europa le ofreciera un futuro con mejores expectativas que su país de origen. Lo que encontró, en cambio, fue la tortura permanente y una muerte temprana. Víctima de un maltrato sistemático, fue hospitalizada en diversas ocasiones tras ser rociada con agua hirviendo o haber recibido golpes en todo el cuerpo. Su tía abuela y su novio llegaron a tratarla como un perro, haciéndola escarbar entre restos de comida que dejaban en el suelo para que los comiera. La ataban de pies y manos para dormir, pero como se hacía pis todas las noches, la condenaron a dormir en la bañera, desnuda y protegida sólo por un plástico. Cuando ingresó en el hospital para morir, estaba fría como un bloque de hielo y tenía 128 moratones en el cuerpo. Hasta ahí la crónica.
A pesar de todo, Anna no se quejaba nunca. Sabemos que la extrema dependencia y el terror provocan el silencio, pero no me interesan los aspectos generalizables del caso de Anna. No me interesa el caso Anna, sino que quien me interesa es Anna. Leyendo su desdichada historia, sentí de pronto el anhelo de aquella niña, un anhelo que no podía ser otro que el mío propio, pero que sólo a través de ella se me hizo perceptible. Ignoro si a esto se le puede llamar piedad, pero en toda aquella acumulación de horror y de crueldad yo percibí el amor de Anna, la esperanza de Anna, esa tristeza por un paraíso a recuperar que es como un vacío que tiembla, la rendija que podía hacer soportable todo aquello. Aguantaba sin rechistar los golpes de su tía abuela y de su novio, Carl Manning, y aunque iba perdiendo la sonrisa, siento que aún confiaba en que su única esperanza de humanidad estaba en ellos, y se aferraba a ella. Esa resistencia humana en el horror me aterra y al mismo tiempo me emociona. En el silencio de Anna percibo un universo de salvación. Esa tristeza, que se podía conformar con tan poco, anhela toda la belleza del mundo. La crea.
Los detalles los conocemos gracias a Carl Manning, el compañero de la tía abuela de Anna, conductor de autobús. Los motivos que pueden llevar a alguien a escribir un diario son diversos, pero lo cierto es que el criminal Carl llevaba uno en el que anotaba todas sus crueldades. En el juicio declaró que la niña aguantaba los golpes y el dolor así, sin hacer nada. El testimonio es escalofriante, pero en ese vínculo del dolor percibimos el abismo entre la humanidad de Anna y la inhumanidad de sus verdugos, entre el silencio que ampara un resto de esperanza y la verbosidad que la aniquila. Es muy posible que ese silencio estimulara la escritura de Carl, o que fuera la escritura la que estimulara su crueldad. Lo más probable es que el círculo fuera completo y que silencio, escritura y crueldad se estimularan en cadena. Pero en la escritura de ese hombre no hay tristeza alguna por ningún paraíso perdido. Su afán por anotar lo real creaba una realidad asesina. Entre el deseo por recrear un paraíso que no es más que un latido de la memoria y el afán por destruirlo media una distancia que no puede ser recubierta por una sola palabra: escritura. En este sentido, la escritura no es por sí misma inocente. Con la mía, he querido dar voz a un silencio, el de Anna, en el que cabe el anhelo inagotable de una vida. He querido denunciar también la validez de unas palabras que nacen al margen de todo atisbo de piedad. Las de Carl. Aunque es posible que debiéramos apiadarnos también de él.
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