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Espacio de convivencia

Texto del discurso pronunciado ayer por José Ramón Recalde en la entrega del Premio Manuel Broseta.

Si algún proyecto político tiene sentido, hoy, en el País Vasco, éste es el de construir una comunidad y una sociedad políticas, allí donde se están dando peligrosos pasos en el camino de la división: una sociedad de ciudadanos y con sentido de pertenencia a una comunidad, lo cual es perfectamente compatible con diversos modos de sentirnos partícipes de identidades distintas y con proyectos distintos sobre nuestra autonomía. Lo que de verdad impide la construcción de una realidad común de convivencia es la intolerancia.

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La mayor atención que hay que mantener frente a la intolerancia es la que debe prestarse a la propia. Muchas personas, religiosas, políticas, intelectuales o gentes del pueblo, artistas, obreros o funcionarios, de distintas razas o nacionalidades, de clases altas, medias o bajas, creen ser el receptáculo de un espíritu: sea el 'espíritu del pueblo' (el Volkeist con el que esas almas exquisitas de los románticos alemanes se pretendían encarnar, con bastante más de un siglo de antelación al nazismo que les siguió como no necesaria pero sí lógica consecuencia); sea el espíritu del pueblo elegido o su contrario, la Umma o comunidad islámica; sea nación, como comunidad de destino o como comunidad histórica, o sean visiones mucho más pedestres, como el sentido de lo común, que es lo mismo que la comunidad de sentirse integrados con los propios y enemigos de los demás. Sentirse en la posesión de la verdad es aquella actitud que criticaba un viejo teólogo cuando decía, según me contaba uno de sus alumnos, viejo amigo mío: 'Todos los hombres tienen un pájaro en la cabeza, pero sólo los obispos creen que es el Espíritu Santo'.

Nuestro pájaro en la cabeza es, en realidad, un ave siniestra que nos impide comprender al otro.

'Al principio era el verbo'. La batalla contra la intolerancia ha nacido como lucha por la libertad religiosa: como libertad de creer y de expresar la propia creencia. Hoy es algo más amplio, pero no apartado de sus orígenes. Spinoza seguía relacionando la lucha contra la intolerancia con la libertad de pensamiento y de expresión. Refiriéndose al Estado, expresaba que 'su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por el miedo o sujetarlos al derecho de otro, sino, por el contrario, liberar del miedo a cada uno para que, en tanto que sea posible, viva con seguridad, esto es, para que conserve el derecho natural que tiene a la existencia, sin daño propio ni ajeno'.

De la libertad de pensar y de expresar el propio pensamiento deriva el deber de comprender al prójimo en su ser, en su expresión y en su pensamiento. Se niega al prójimo cuando, en nuestro cuadro de convivencia, no caben las variantes que el prójimo aporta.

La intolerancia es un vicio, pero no está claro que cualquier tolerancia sea una virtud. A veces es simplemente una coartada hipócrita. Mirabeau decía que la palabra tolerancia le parecía, 'en cierto modo, tiránica en sí misma, ya que la autoridad que tolera podría también no tolerar'. Ha estado, en efecto, demasiado ligada a una especie de oportunismo, por el que quien se cree en la verdad se abstiene de perseguir a los que profesan ideas políticas, morales o religiosas que, sin embargo, se consideran malas. Es así una especie de táctica política del mal menor.

La misma posición cabe extender, del debate religioso, en donde nació el problema de la tolerancia, al actual debate social. La presencia en nuestra sociedad de 'cuerpos extraños' -gitanos, inmigrantes, gentes de otros modos de vivir y de entender la vida e, incluso, la ocupación creciente por las mujeres de posiciones en lugares reservados tradicionalmente a los hombres, puede ser enfocada con intolerancia, y contra ello hay que luchar, pero puede ser soportada simplemente por simple tolerancia, como mal menor, lo cual sigue siendo un mal a evitar.

Lo que hay que buscar es lo que prodríamos llamar el 'espacio de convivencia'. Por fallar en ese empeño se han producido los mayores desastres de nuestro siglo. Ninguna tierra es exclusiva de una raza o de una nación. Comenzó el siglo con el fracaso histórico que supuso el no poder soportar en una comunidad política democrática a los distintos pueblos que convivían, a veces mezclados en las mismas ciudades y comarcas, dentro de Austria-Hungría. Y termina el siglo, en Europa, con el nuevo fracaso que ha impedido la convivencia de los eslavos del Sur, esto es, de Yugoslavia. Será muy importante, en cada caso, indagar dónde están las culpas principales que han llevado a estos fracasos: seguramente en el espíritu imperial germánico, en el primer caso, y en el espíritu de la Gran Serbia, en el segundo. Pero tan importante es reflexionar que también hay culpas compartidas entre los que no comprenden que la verdadera virtud, frente al vicio de la intolerancia, está en la voluntad de crear espacios de convivencia.

La falta de voluntad de crear espacios de convivencia es lo que lleva a grandes desgracias, como las luchas entre tribus, pero es también lo que lleva a grandes incomprensiones, frente al enfermo, frente al que busca en nuestra tierra el trabajo que en la suya le falta, frente al de otra lengua u otra costumbre. No olvidemos, finalmente, que el gran espacio de convivencia es el mundo entero y que la solidaridad internacional es la dimensión fundamental de este espacio.

Convivir con el otro, en un mismo espacio, exige comprenderle y respetarle. Exige también la actitud humilde que consiste en pensar que nuestra verdad es sólo una parte de la verdad. Pero eso no quiere decir que todas las muestras de hábitos políticos, sociales o familiares sean equivalentes. Por el contrario, si afirmamos los espacios de convivencia es porque creemos firmemente que nuestra posición es válida y no es válida la contraria, aunque sea mantenida por otras comunidades, intolerantes.

Hay valores que se han ido conquistando y no puede equipararse a quienes los defienden y a quienes los niegan. Hay que huir, por tanto, del relativismo frente a indudables conquistas históricas de los hombres: el derecho a la libertad, a la igualdad entre las personas, a la igualdad, en particular, entre hombres y mujeres. Los derechos fundamentales, en una palabra. Y hoy, entre nosotros, ese derecho fundamental, soporte de los demás, que es el derecho a la vida.

José Ramón Recalde es catedrático de Sistemas Jurídicos del ESTE de San Sebastián.

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