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Columna
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Bajo tierra

Elvira Lindo

El otro día, en la puerta de casa, un motorista desapareció delante de nuestras narices. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Y ahí nos quedamos hasta que vino el Samur. No es que uno quiera ver al herido, al contrario, pero hay una irreprimible fascinación en toda la parafernalia que conlleva un accidente. Como cuando uno pasa con el coche y no puede evitar volver la cabeza para ver fugazmente el cuerpo tendido en el suelo, el enfermero en cuclillas, la luz amenazante de la ambulancia. Tal vez nos volvemos para cerciorarnos de que no somos nosotros los que estamos ahí tumbados.

De cualquier forma, esta vez era más difícil ver al herido, porque el motorista desapareció. Y es que verdaderamente se lo había tragado la tierra. Venía zigzagueando entre los coches y le pilló de sorpresa una de esas zanjas que abre el Ayuntamiento en el suelo de Madrid. El hombre se estampó contra la valla de protección y salió volando hasta caer en el hoyo.

Sin querer hacer ironía del suceso, no es de extrañar que eso suceda, porque el Ayuntamiento abre la zanja que hay delante de mi casa cada 15 días. La abre y la cierra. Los ciudadanos asistimos atónitos cada vez que vemos aparecer la infernal máquina taladradora, vemos durante unos días las arterias de la ciudad, luego el hueco se cierra, se asfalta y, en poco menos de un mes, vuelta a empezar.

En realidad el accidente del motorista fue como la escenificación de mis mayores miedos: desaparecer por un hueco del suelo y quedarte ahí esperando que alguien vaya a socorrerte. Puede ser que ese miedo, casi irracional, proceda de todas las historias que se contaban antes en los pueblos sobre los niños y los pozos, niños que se asomaban para mirar el fondo y perdían el equilibrio, o niños a los que algún desalmado secuestraba y tiraba luego sin piedad para hacer desaparecer al testigo de sus delitos.

Puede que el miedo sea menos poético y provenga simplemente de que un día, teniendo unos once años, iba por la calle de mi barrio con una docena de huevos en la mano y, siempre torpe, sin mirar dónde pisaba, pisé una de esas tapas de chapa metálica, que cedió y caí de pie en el hoyo, sin soltar los huevos de las manos. En aquellos minutos que pasaron hasta que me rescataron unos hombres que habían visto mi desaparición desde un bar, lloré amargamente, viéndome ya devorada por las ratas, imaginando que a nadie se le ocurriría buscar en aquel hoyo absurdo de la calle. No me acordé de este suceso hasta que hace dos años, en la revista Vanity Fair, leí uno de esos prolijos reportajes que hacen los americanos en el que se contaba la increíble historia de un millonario al que secuestraron y escondieron en un agujero olvidado de una calle, uno de esos agujeros que en un pasado sirvieron para algo y que nadie se ha ocupado ya de rellenar. Siendo como eran unos secuestradores chapuceros y sin medios para proveerse de un zulo, acabaron acertando con el lugar: la ciudad tiene lugares, edificios, agujeros, pasadizos, que luego olvida y que parecen estar hechos para ser escenarios del horror, como aquel pasillo de la línea de Diego de León que fue cerrado, pero que siguió existiendo, un pasillo fantasma en el subsuelo de la ciudad, una estación fantasma como la que sacó Fernando León en su película Barrio. Debajo de nosotros, de nuestros paseos a la intemperie, ocurren cosas, por las arterias de la ciudad subterránea. Gracias al alcalde Manzano van a ocurrir muchas más, porque ya hay casi un Madrid tan grande debajo como el que tenemos encima. Hasta el amor es posible: yo sé de una amiga que tenía a su marido y a su amante trabajando en las cloacas -que ya no son como las de antes, ahora tienen a funcionarios uniformados trabajando en ellas- y esta mujer recorría el espacio que había entre el amor convencional y el furtivo por unos pasadizos que son como la versión moderna de las catacumbas.

Lo tengo dicho en mi casa: si algún día desaparezco, buscadme hasta debajo de la tierra: en el piso tercero de un aparcamiento, en los hoyos de la calle, en un túnel de Manzano, en las zanjas del Ayuntamiento. Cómo no voy a tener estos pensamientos tan negros si llevan los obreros del Ayuntamiento toda una semana triturándome el cerebro con el taladro. Y volverán, sé que volverán.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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