De Garazi a Lizarra
Crónica de un viaje iniciático y encuentro con San Veremundo
A esos muchachos tan simpáticos que encontrándose en el umbral de la puerta de la vida se sienten poseídos del noble impulso de la ambición personal y -yo supongo- del archinoble impulso de la ambición de servir, y preguntan ¿qué hemos de hacer?, yo les aconsejaría un viaje a pie' (Josep Pla ).
El viaje a pie es una suspensión de la vida cotidiana con sus estériles miserias. Es, desde el primer paso, una excelente terapia, una manera de rehumanizarse, un viaje al centro de uno mismo, pero, sobre todo, el viaje a pie es el camino de un exilio interior. Un sendero serpeante en el paréntesis que puede comenzar en un extremo de Garazi para llegar al corazón de Lizarra.
Un día luminoso es una brillante partida desde Saint Jean Pied de Port o el Garazi del manuscrito D'Etchepare, el primero hallado en euskera: 'Garaziko herria benedikan dadila, euskarara eman dio bere goien gradora'. ('Bendito sea el pueblo de Garazi que dio al euskera su máximo grado de esplendor'). Una mañana al azar se hizo fiesta nacional francesa, en que las calles se inundan de gorros tricolores y por los altavoces suena La Marsellesa a todo trapo. El sendero que conduce a Lizarra cruza el puente sobre el río Nive, enfila la calle de España (Espainako Kalea) y se echa al monte por la Ruta de Napoleón hacia Roncesvalles, bajo el antiguo recinto amurallado de la Porte d'Espagne.
Uno se pregunta por el secreto que encierran las huellas de esos miles de caminantes, bandidos, soldados, peregrinos, contrabandistas, héroes, fugitivos, excursionistas, aventureros, exiliados, asesinos, clérigos y prófugos que le han precedido entre árboles hasta descender a la Colegiata.
Domingo. Silencio y niebla. Al alba, bajando hacia Burguete, llega un coro de lamentos lejanos, un eco de voces como susurros, una banda sonora de leves quejidos, de almas en pena vagando en la vaga penumbra del amanecer. Son los cruzados, letanía y rosario, penitentes encapuchados sobre las huellas de Roldán. Mater Misericordia, ora pro nobis. Zapatillas Nike. La modernidad cuelga de un pendiente que oculta la capucha. Un salto en el tiempo y atravesamos la zona ganadera del Espinal. Las vacas miran tristes, cuerdas e inocentes. Dejando Viscarret y Linzoain, en lo que queda hasta Zubiri, barro, cansancio y un sendero pedregoso, monótono y húmedo.
En Zubiri, antes de la cena apalabras cama con la señora Ramona, preguntas por Serafín el cantante, gloria local o si se tercia tomas unos vinos con el borrachín del pueblo. Ahora simplemente bebe y olvida los días en que fue abandonado por su madre en la Inclusa de Pamplona. Cuarenta años atormentándose con esa ausencia y hoy, conocida su identidad y paradero, ha perdido el interés o la da por sepultada. Mañana brumosa de marcha. Rodeamos un prado con una cabaña abandonada, aún erguida, con una pintada de EE, resto arqueológico que desafía el tiempo de los males locos. Intacta. Como si no hubieran pasado los años. Fue un asombro.
Entre Zubiri y Pamplona, pasado Larrasoaña, se van tejiendo y destejiendo los pasos entre el rumor del río Agra, la C-135 y el monte. Un enorme perro salta de improviso una valla metálica. Acompaña nuestra marcha que en ese instante el obstinado sabueso convierte en una precipitada korrika. Del sobresalto a la perplejidad llegados a Izoz, donde sobre su pequeña iglesia cuelga una antena de Canal Satélite orientada hacia la paz de su recoleto cementerio. Se nos encienden los canales del alma y ahuyentamos un asomo de melancolía cantando: 'Y los muertos aquíiiii se lo pasan muy bieeeen entre floressss de colooooores'.
Las cuatro de tarde y al fondo, la ciudad. No estamos en julio por supuesto, pero la Asamblea de Majaras ha decidido que hoy se celebre San Fermín. Santa y poderosa razón para sestear en un parque público antes de buscar posada. Entre Pamplona y Puente la Reina, con Cizur a la espalda, se alcanzan las primeras estribaciones del Perdón. Belleza, piedras y viento y un mensaje de papel aletea como un ave blanca al arrimo de un mojón: 'Roberto querido, te echo de menos, pero tengo que continuar. Estoy cansada. Mañana llegaré a Estella. Pregunta por mí. Úrsula'. No atisbamos a Roberto, ni alcanzamos a Úrsula y su misterio y en la casa grande y blasonada de Uterga tampoco sabían nada, pero ofrecían vino, aceitunas, tortilla, chorizo y un acordeón. Dios, ¡qué grande es la jota!.
(En Puente la Reina las cigüeñas tejen sus nidos entre antenas colectivas y al calor de la bulimia audiovisual, ya no emigran. Mañana, al fin, Lizarra.)
La última etapa fue un caminar pesado con el frío de la mañana como perros abandonados bajo una lluvia pertinaz, incesante y copiosa por Mañeru y Cirauqui 'en euskera 'nido de víboras'- donde nadie salió a recibirnos. Llovía a cántaros y tampoco hubo un alma que oficiara una despedida, tan solo el eco apagado de un ladrido. El resto, hasta llegar a Estella, se ha quedado sin recuerdo hasta que un hecho sobrenatural dejó en suspenso la marcha: se nos mostró San Veremundo. Se adivinaba Lizarra más allá del puente que atraviesa el río Ega, cuando sentímos pasos a nuestra espalda.
Era un tipo atlético vestido de mendigoizale. '¡El santo!', exclamé. Unos kilómetros antes nos habíamos resguardado del chaparrón en una ermita en cuyo frente la estatua de este venerado fraile lloraba lagrimas de lluvia y ahora se nos aparecía reencarnado en real atuendo excursionista.
A punto de postrarme a sus pies conocí la prosaica verdad del asunto. Aquel hombre era José Luis Castiella, médico del Hospital de Navarra y sólo quería saludar a un presentador de la tele. Se deshizo el hechizo que se volvió regocijante charla, mágico y jocoso descubrimiento: 'Bueno, también soy San Veremundo. En realidad serví de modelo al escultor de la imagen'. Y así fue como llegamos a Lizarra partiendo a pie desde Garazi: casi de milagro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.