Sonido irrepetible
La Filarmónica de Nueva York, nunca escuchada antes en Valencia, sorprendió por esa profunda especificidad: imposible confundirla con cualquier otra orquesta, americana o europea. La consistencia de su sonoridad es tan notable que puede, incluso, llegar a molestar. Porque es imposible tener transparencia cuando el hilo es tan grueso, aunque sea de la mejor calidad. Ni el terciopelo ya casi tópico de la Filarmónica de Viena, ni el preciosismo sonoro de la de Berlín, ni el metálico encanto de la de Chicago: hay algo irrepetible en esta Filarmónica de Nueva York, como si la sonoridad tuviera una gravitación mayor, como si pudiéramos sentir el peso de las notas. Toda la orquesta contribuyó a ese efecto, pero quizás le quepa una responsabilidad mayor a la cuerda grave. No sería exagerado asegurar que los contrabajos americanos hicieron temblar los cimientos del Palau.
Mas todo tiene su contrapartida. Los pasajes contrapuntísticos de las dos sinfonías de Brahms quedaron enturbiados, y no por falta de ajuste métrico. El tejido era demasiado espeso, aunque hermoso. Se resintieron de ello el último movimiento de la Primera Sinfonía y el primero de la Segunda. También el recuerdo de Beethoven que aletea en el tercer movimiento del opus 68 -la cita de la Novena no es el único homenaje al maestro de Bonn- perdió la picardía y jugueteo que puede llegar a tener. Sí que era funcional esa sonoridad para el majestuoso vuelo del Andante, en la Primera Sinfonía, o para la tremenda aparición del coral en los trombones (último movimiento).
Kurt Masur contribuía a esa sonoridad. En la primera parte, sobre todo, su mano izquierda estimulaba constantemente el vibrato de la cuerda, a la vez que jugaba a contrastar la densidad de esta sección con la ligereza de los vientos. Ligereza extrema, incluso exagerada: la sección de trompas no tuvo el peso que le corresponde en el sinfonismo de Brahms, a pesar de la calidad de los instrumentistas. En Brahms, la trompa siempre llama al orden, es decir, a una especie de resignación tras cualquier arrebato, y su función debe subrayarse con énfasis suficiente. Porque de ahí surge toda la melancolía -y el distanciamiento- de esa música.
Masur parecía interesarse más por otras cosas: el contraste entre los tutti de la cuerda y las intervenciones de la madera, la atención a voces intermedias, o las bellísimas reapariciones de los temas principales, donde se esmeraba más que en el desarrollo de los mismos. Su figura, de una energía y potencia tremendas, a pesar de la edad, dominaba el escenario con una autoridad subyugante. Y, sin embargo, esta mirada sobre Brahms no aportó nada nuevo ni tendió un gancho fuerte hacia el oyente, a pesar de todas sus bellezas. Recordaremos el sonido de la Filarmónica de Nueva York, pero quizás no la lectura que su director hizo de Brahms. Porque hubo momentos -y el final de la Segunda fue uno de ellos- en que parecía haberse perdido el norte y no se apreciaba bien la meta que el director se había propuesto. Es decir: la estructura del movimiento y la unidad de la Sinfonía se habían diluído un tanto, aunque hubiera momentos geniales que compensaban la desorientación.
Una Danza húngara ¿cómo no? sirvió de bis. Podemos estar cansados de escucharla, pero ahí recuperó Masur la gracia rítmica y el fraseo libre del Mahler que hizo en la misma sala anteriormente. En esa Danza, la Filarmónica de Nueva York consiguió volar a pesar de tener un sonido tan denso.
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