El buen vivir
Tradicionalmente se acepta que las grandes ciudades ofrezcan a sus ciudadanos muchos y variados servicios, pero, al mismo tiempo, éstos han de soportar un empeoramiento en su calidad de vida: ciudadanos anónimos, alto nivel de ruidos, contaminación, suciedad en sus calles, bolsas de marginación, ausencia de respeto a los demás, inseguridad vial y ciudadana, etcétera.
¿Es inevitable esa afirmación de que mayor crecimiento y mayores servicios se corresponden con un empeoramiento de la calidad de vida en los aspectos arriba indicados?
Si la respuesta de los expertos urbanistas fuera afirmativa, en primer lugar, dudaría de ellos y pensaría en sus oscuros intereses económicos, especulativos, evidentemente inconfesables; en segundo lugar, pensaría que sus domicilios están alejados de las zonas en donde se paga este grave peaje respecto al buen vivir; en tercer lugar, pensaría en los políticos y me preguntaría si en realidad son políticos o meros gestores, incapaces de dar un paso sin el beneplácito de los técnicos -ellos se quedan, los políticos cambian-; en cuarto lugar, pensaría en qué tipo de educación estamos dando a nuestros jóvenes desde las familias y desde las escuelas.
Algo -y muy grave- falla cuando, al oír el estruendo del tubo de escape de una moto, nos acordamos sólo de los políticos y de su potestad sancionadora; o cuando en un parque observamos alguna jeringuilla, nos acordamos de la falta de presencia policial o de los servicios de limpieza municipales.
La obligación de un político -aunque no sólo de él- es conseguir que la ciudad funcione, es conseguir el buen vivir de los ciudadanos, es conseguir transmitir al ciudadano su preocupación por la ciudad ya que la ciudad es suya, es la casa común. Hay muy pocos ciudadanos que consientan que su hijo acelere una y otra vez su moto, con escape libre, en su comedor; hay muy pocos que permiten a su perro cagar en la cocina; para eso está la calle, que, 'como es de todos, no es de nadie'.-
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