La resaca
La liviandad de las rebajas alivia la lívida y pronunciada pendiente de enero, más empinada aún por ser cuesta de siglo y de milenio. La pesada digestión navideña tiene una resaca menos abrupta para los que ahogan sus últimas reservas pecuniarias en el concurrido mar de las gangas, en la marea de las oportunidades irrenunciables. Cualquier placebo es bueno para amortiguar el brusco aterrizaje sobre la corteza de la realidad pura y dura que se diluyó unos días en el líquido amniótico de las navidades, celebración del nacimiento, retorno al seno materno, que algunos viven en un limbo de cava y de licores. La ciudad apagó sus falsos techos de bombillas y campanillas y los relucientes escaparates sustituyeron sus brillos alegóricos para empapelarse con zafios mensajes de descuentos inverosímiles y liquidaciones audaces. Las olvidadas guirnaldas navideñas, ayer engalanaban y hoy ofenden en los establecimientos públicos, se empañan de humos y de grasas sobre las barras de los bares y se desflecan al viento en los pasillos de las galerías comerciales, donde nadie las ve, porque allí nadie mira a las alturas, sino a ras de los mostradores atiborrados de género.
En Madrid, las grandes superficies se beneficiaron de la nueva regulación de horarios para adelantarse a los pequeños comercios abriendo el domingo a la rapiña de las masas consumidoras. Tras el secuestro hogareño de las navidades, las fieles adictas arrasaron, colisionaron como meteoritos, disputaron sobre campos minados por pies y pantorrillas ajenas por la posesión de los trofeos.
En otro frente de la misma guerra curaban sus heridas los comerciantes minoristas parapetados en sus garitas, montando guardia entre las ruinas de lo que un día fueron flamantes emporios comerciales, hoy arrumbados por la inflación de las grandes, hiper, mega, maxi, multisuperficies y sus precios sin competencia. Mal empieza el milenio para los detallistas; hoy todo se hace grosso modo y nadie repara en los detalles; el amable dependiente, pendiente de los caprichos de un cliente condenado a tener siempre la razón, encarece el precio del producto y el cliente racional sólo mira el precio y, si acaso, el envoltorio.
Los vagabundos que han recibido nueva provisión de cartonajes para pasar el invierno miran con malos ojos a estas multitudes clientelares tan cargadas de paquetes que no les quedan manos libres para hurgarse el monedero; además, la gente ya casi nunca lleva monedas en el bosillo, sólo tarjetas de crédito y bonos de transporte.
Está a punto de nacer y de hacerse con una importante cuota de mercado el vagabundo cibernético que acepte limosnas con tarjeta de crédito instalado junto a uno de los millares de cajeros automáticos que son su competencia, porque también mendigan a su manera pidiendo por favor que les inserten una tarjeta para saciar su voracísimo apetito. Los cajeros y los porteros son automáticos, y automatizados están los surtidores de gasolina y los establecimientos de comida rápida. En las grandes superficies hay dependientes que fingen ser autómatas y reducen el trato personal a la mínima expresión utilitaria imprescindible para la venta. En las grandes superficies, dicen sus valedores, se puede comprar de todo a buen precio y a toda prisa, pero el tiempo y el dinero que se ahorran se dilapidan luego en interminables colas frente a la caja, en el aparcamiento o en el trayecto del centro comercial al domicilio, pues los centros comerciales suelen estar lejos de todas partes, en tierra de nadie.
No queda tiempo para la nostalgia de la tienda de la esquina, no hay tienda de la esquina. En las calles del Madrid del tercer milenio se reproducen las sucursales bancarias, los comederos rápidos, los bares de usar y marchar y las tiendas de telefonía móvil. Privan los comercios virtuales y los productos intangibles o perecederos. En veinte metros de acera, un consumidor entrenado puede comprar un crédito hipotecario, un bono telefónico, una pizza, una lata de refresco y un cupón de lotería y seguir caminando por las calles con las manos tan vacías como antes. Hasta el medio de transporte seleccionado para los inicios del milenio, el patinete, es casi virtual, tan virtual que aún no le han puesto aceras, ni carriles, ni conos, ni bordillos para que circule.
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