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LA CASA POR LA VENTANA
Columna
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La manía de los libros

Las estanterías domésticas entretienen a los ácaros y duermen un reposo vertical cagadito de moscas

Para qué sirve, quisiera yo saber, acarrear libros y más libros en cada traslado de casa si no hacen más que molestar y llenarse de polvo y de pececillos grises entre sus páginas de hormiga y recordar episodios de una vida que tantas veces convendría mantener en el olvido. Los amigos van y vienen, te visitan o no según un calendario de afectos o de urgencias que desdeña la pretensión de permanencia y por el que muchas veces se cuela alguna que otra sorpresa de alivio, pese a que algunos de ellos ya murieron. Pero los libros permanecen en una impostura de depósito vertical, tan pegados y tan persistentes en las estanterías como un desfile inmóvil de penitentes castrados por una mudez inaudita.

También las calles y el paisaje y las fachadas de las casas con criterio se atienen a la trasmigración del tiempo, pero lo que es cierto incluso para algunas personas no lo es para los libros, esos severos testigos en constante posición de firmes, como si su edad militar hubiera de ser perpetua salvo para los que prefieren tumbarse por ver de acomodarse al catre. Todos son como la expresión cadavérica de un recorrido que se creyó de estímulo en su día y que ahora se amojama por esa inmortalidad que se atribuye -tantas veces de manera gratuita- a la celebración de una fe de vida escrita que siempre será prerrogativa de notario. Se equivocaba Malraux, se equivocaba, al escribir que lo malo de la muerte es que convierte la vida en destino. Lo peor de ciertas vidas es la manía de acumular libros a la manera de Pulgarcito para invocar un regreso indefinido hacia ningún sitio. Cada libro es único en su desgracia y siempre demandará -algo resentido y en tono perentorio- el impulso por el que fue adquirido cuando se ve enlomado junto a otros de su especie, con los que muchas veces, más allá de la voluntad de las editoras o de un gusto algo distraído, no comparte sino la apariencia de su aspecto, con su carátula, sus solapas, sus páginas de respeto y demás marcas de industria que convierten a ese inerte objeto en material catalogable.

De todas las injusticias de este mundo, y las hay de mucho postín, ninguna tan grave como el azar de las estanterías domésticas, esa ofensa a la cultura que une a una perpetuidad de injuria el carácter dubitativo de sus resoluciones más definitivas. Bien está que el primer volumen del tiempo perdido por Marcel Proust se estrelle contra una lámina de madera de pino fingido que el delicado autor detestaría, pero que el último comparta espalda con los diarios de Andy Warhol es algo que clama al cielo de la boca de esa prosa del siglo que -para nuestra mejor suerte- hemos dejado atrás. Esa disparatada conjunción de estantería sería cosa de poca monta si los poemas póstumos de Jaime Gil de Biedma no dieran la cara a las obras completas del muy soviético Pléjanov, que justamente dan el culo a algunas de las aventuras de Carvalho ideadas por Manuel Vázquez Montalbán, apretujadas -no por casualidad, según creo- con algunas novelitas de ese bufón americano que se llama, o se llamaba, Charles Bukovsky, tan del gusto de un cronista castizo como Paco Umbral del que, por cierto, no veo por aquí ninguno de sus mortales libros rosa.

También existen los libros de exterior, amén de los que alicatan las estanterías hasta el techo. Me parece que -al no disponer de chimenea en casa- el único que lancé a media lectura por la ventanilla de un tren fue Los mares del sur, de Manolo el Areopagita (¿o era La soledad del manager?), harto de sofritos de épica terminal de negra novela entregada a los afanes de un berenjenal de copiones que con más voluntad que acierto tantos epígonos imitan. Escribe mejor Corín Tellado, de quien leí con atención algunos relatos tan ejemplares como los de Cervantes, aunque más puestos en lo que tiene que ver con las chicas, si bien he de decir que por entonces la casa me trasladó otra vez y que en el trajín desaparecieron no menos de mil libros encerrados para su perdición en más de 50 cajas, de manera que durante cierto tiempo las estanterías albergaron libros de lomo amarillo de Anagrama como si la casa estuviera atacada del hígado hasta que conseguí resucitar en librerías de viejo parte de los que volaron. Las primeras ediciones de Freud en castellano, el Trotsky de Coyoacán, todo Conrad y algo de Faulkner, el Juan Benet de la colección de Alfaguara con sus cubiertas de un ajado color más morado que las sacudidas de su prosa, y así con tantos otros hasta la tétrica colección de los marrones tomos de Aguilar. Nunca lo hubiera hecho, ni con esos ni con ninguno. Los miro tan puestos y tan serios, tan educados, que me siento incapaz de descifrar el mensaje que su presencia invoca. Y además es que -entrados ya en el mismo milenio de todos los inviernos- me subleva que hasta Vizcaíno Casas contamine con su bigotín de figurante de Cifesa la inocente rinconera del espacio interior donde trabajo.

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