Hospitalidad, acogida, inmigración
Para sonrojo de la sociedad española, el 2000 dejará constancia de un hecho oprobioso: el trato injusto y vejatorio que la mal llamada 'Reforma de la Ley de Extranjería' va a inflingir a decenas de miles de inmigrantes, personas que se encuentran viviendo ya entre nosotros o que están por venir. Como los expertos saben muy bien, dicha Ley es absurdamente ineficaz e inviable pues ni viene a facilitar la contratación regular de los trabajadores extranjeros que la economía reclama ni atajará el tráfico ilegal de personas. Pero, sobre todo, es una ley injusta, y eso plantea un problema delicado.
Ciertas palabras, como 'refugiados', 'exiliados', 'deportados', 'desplazados', y más recientemente, 'extranjeros/inmigrantes', consagradas a lo largo del siglo XX, con las que nos permitimos designar de golpe, en plural, a decenas de millones de personas concretas, son el elocuente balance de un siglo de guerras, de conflictos globales o regionales, de sistemas políticos y económicos que arrojan a sus ciudadanos fuera de sus fronteras. Tanta desventura no ha sucedido totalmente en vano porque, afortunadamente, debido al sentimiento de vergüenza que esos hechos generan, se va fortaleciendo un movimiento ético y moral que no concibe ya sistema alguno de convivencia social que ignore la situación de los otros, es decir, de quienes no son en principio próximos. La ética de la hospitalidad, a diferencia de otros conceptos éticos más abstractos, es bien concreta, dado que el problema está ahí, planteando la exigencia inmediata de organizar la acogida, de regular jurídicamente una situación de modo que no se dé la espalda a cosas tales como la dignidad o los derechos humanos básicos: tal vez por ello, la hospitalidad respecto a los inmigrantes, refugiados o exiliados, aparte de ser el problema actual que exige las respuestas más concretas, es el que mejor puede servir para articular la ética en general en el seno de lo político y de lo jurídico.
A medida que crece en España el número de inmigrantes, con sus diferentes situaciones, queda claro que los instrumentos tradicionales del derecho y de la política -'ley del estado', 'pertenencia nacional', 'ciudadanía', 'frontera'- se van convirtiendo en inservibles, arcaicos, y que se hace necesario apelar a otro discurso para dar respuestas en el orden juridico-práctico. Ciertamente, la ética de la hospitalidad o de la acogida, tomada en su raíz, no puede ser traducida inmediata e incondicionalmente al ámbito del derecho positivo porque se correría el riesgo de suscitar efectos perversos y contrarios a los que se pretende, pero debe permanecer como referencia para encontrar las mejores soluciones jurídicas, de tal manera que no sea violada en su esencia y sea respetada lo más posible.
Aunque el legislador español los desprecie, elementos de esa ética de la hospitalidad se encuentran en la cultura jurídica de los derechos humanos a la cual pertenecemos, traducidos en algunos casos al orden jurídico internacional, en diferentes tratados. También se puede encontrar en ciertos pronunciamientos de los tribunales, como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos o, por no ir demasiado lejos, en los principios que informan la propia Constitución española. Cuando la Ley de Extranjería niega el ejercicio de derechos fundamentales a los inmigrantes a quienes considera ilegales, cuando con base en esta distinción de legales e ilegales, legales e irregulares, condena a éstos últimos a una situación que recuerda la vieja ley de Vagos y Maleantes de la dictadura, estigmatizándolos y persiguiéndolos, no sólo no respeta esos principios y convenciones que tienen un valor superior a la ley sino que perpetra un atentado a la conciencia moral.
Lo que se plantea entonces no tiene fácil salida. No se trata, por supuesto, de llamar a desobedecer las leyes en general, pero sí de plantear hasta qué punto una ley concreta que vulnera determinados principios de orden constitucional y desconoce lo dispuesto en el derecho internacional convencional puede ser respetada en su aplicación y si, por tanto, no deben agotarse todos los medios necesarios para impedir que tal aplicación se produzca. Por ello, parece necesario, en primer lugar, que se produzca la impugnación de la ley ante el Tribunal Constitucional con el fin de restablecer la vigencia de los principios que allí se contienen y, en segundo lugar, que se fortalezca ese movimiento ético y moral al que me refería, en el que se propugna que la solución justa del problema de la inmigración no es sólo legal, con ser éste el inmediatamente importante, sino que implica un cambio profundo de costumbres y de cultura, única manera de conjurar esos fantasmas que, sin duda, circulan libremente por nuestra sociedad y que reciben el nombre de xenofobia, racismo y codicia.
Esta ley, lejos de conjurar a esos fantasmas siniestros, los agita y, pretendiendo obtener el visto bueno, precisamente, de los xenófobos, racistas y codiciosos cuyos votos, al parecer, también cuentan en el cálculo del gobierno, ignora que no hace otra cosa que materializarlos en el texto de la ley. Habrá que trabajar pacientemente por otra respuesta y otras soluciones.
José Asensi Sabater es catedrático de Derecho Constitucional.
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