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Columna
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El déficit democrático en EE UU y Europa

El siglo ha terminado con dos experiencias, las elecciones norteamericanas y la cumbre de Niza, que si no revelaron nada que no barruntásemos, sí dejan las cosas bastantes claras para no hacerse ilusiones vanas, tanto sobre la democracia norteamericana, como sobre el proceso europeo de integración. La democracia más antigua de los tiempos modernos puso de relieve sus conocidos fallos, tanto en las reglas de juego, como en la corrupción que la envuelve, pero lo más llamativo ha sido la furia de la derecha oligárquica por acabar de una vez con lo que Clinton representa de apertura social. Pese a que pudo mantenerle a raya, utilizando las peores artimañas de descalificación personal, no ha respirado hasta verse libre de su sucesor.

La mitad del electorado no vota; y el que lo hace, forma un bloque bastante homogéneo, de modo que el sistema funcionaba sin mayores sorpresas. Pero esta vez la minoría que vota estaba dividida ante el dilema de bajar los impuestos o iniciar por fin los rudimentos de un Estado social. Pese a contar con el candidato ideal para sus intereses, rara vez la derecha se había sentido tan frágil. Una derrota más la podía llevar a su descomposición definitiva. La victoria pírrica alcanzada, un regalo de los tribunales, podría ser el comienzo del fin. Una buena parte de la sociedad norteamericana no dejará de reaccionar ante el escándalo vivido, de modo que, por mucho que se oponga la clase política establecida, las reformas constitucionales, y con ellas las sociales, han quedado inscritas en el orden del día.

En la cumbre de Niza, a la hora de construir una Europa unida, los europeos no hemos dado mejor muestra de integridad democrática. El déficit que criticamos en Estados Unidos es todavía de mayor calibre en nuestras instituciones comunitarias, y ni siquiera nos damos por aludidos. Los Gobiernos anteponen sus intereses particulares a los de la integración que sólo resulta plausible con una nueva reestructuración democrática: qué menos que una constitución que garantice nuestros derechos, sobre todo los más amenazados, los sociales, y un parlamento que lo sea de verdad.

Construir una Europa unida, reservándose los Estados un amplio margen de poder, es una contradicción insalvable. Por lo pronto, aún sabiendo que la unanimidad refuerza la impotencia del conjunto, cada miembro conserva el derecho a vetar las cuestiones que considera esenciales. Al dar los mismos votos a los cuatro grandes, exigencia francesa, pero introducir por la puerta de atrás el principio de población, exigencia alemana, y la mitad más uno de los Estados, exigencia de los pequeños, las mayorías cualificadas se han hecho todavía más complicadas. La UE se abre a la ampliación sin haber resuelto los problemas de organización interna, segura de que si en el pasado ha salido victoriosa de retos mayores ¿por qué no habría de ocurrir en esta ocasión? Es la forma en que hasta ahora hemos ido construyendo Europa y, al ser muy distintos los objetivos finales de los Estados miembros, no cabe otra. Unos apuestan por la ampliación, convencidos de que no podrá ímpedir -al menos a un grupo de Estados, cooperación reforzada- la profundización política que reclama un mercado único con una sola divisa; otros, en cambio, están seguros de que la ampliación supondrá, antes o después, el fin de los devaneos políticos por una Europa unida, plantándose en lo que piensan que unicamente debería ser, un mercado en continua expansión.

Siempre que sale a relucir el necesario proceso de democratización, nos tropezamos con el dicho de que 'la democracia es la peor forma de gobierno, con la excepción de todas las demás'. Me irrita el que se apele siempre al ultraconservador Winston Churchill para invitarnos a tolerar con paciencia los muchos defectos del sistema. Los demócratas saben que su virtud principal es la capacidad de renovarse, corrigiendo paso a paso sus carencias. La fuerza de la democracia reside, justamente, en constituir un proceso abierto de democratización: de ahí que el primer deber del demócrata sea combatir sus deficiencias en cada fase de su evolución. Pedirnos que nos conformemos con la democracia, tal como está establecida, ha sido siempre la recomendación de los que se sustentan en su legitimidad, pero, instalados en posiciones claramente oligárquicas, en el fondo no creen en ella.

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