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Cincuenta

Manuel Cruz

En la cadencia monótona (aunque progresivamente acelerada) de celebraciones, aniversarios, fiestas y otras conmemoraciones con las que tenemos la costumbre de pespuntear el paso del tiempo, algunos momentos sobresalen fugazmente, como si tuvieran un espesor o densidad mayor que el resto, como si por una u otra razón se hubieran ganado el derecho a que les prestáramos una atención preferente. Tal es el caso de ciertos cumpleaños, convertidos, por mor de los usos establecidos, en auténticos rituales de paso para sus protagonistas. A los números se les ha hecho simbolizar con tanta intensidad el instante concreto en el que se abandona una cierta etapa o en el que se ingresa en otra que los individuos difícilmente pueden sustraerse a la presión del tránsito. Cumplir determinados años -o, como también se suele decir, entrar en determinadas edades- equivale a adquirir una particular condición, incorporarse a un grupo o, a veces peor, dejar de pertenecer a aquél con el que el sujeto se había identificado en gran medida.

Hablar de la edad es hablar de la vida en común, del inexorable modo en que el tiempo nos va cambiando, ante la mirada atenta o distraída de los otros

Por supuesto que hay una dimensión perfectamente desechable en este asunto, y es la que tiene que ver con un absurdo fetichismo del dígito. Nada ocurre, claro está, por cambiar de número. Pero parece haber más. Por lo pronto, la forma con la que, de ordinario, el común de las gentes habla de estas cosas resulta ciertamente reveladora. Es posible que siempre fuera así -y uno no se entera hasta que no le llega el turno-, pero resulta difícil evitar la sensación de que en los últimos tiempos, tal vez como efecto derivado de aquel culto al cuerpo que se puso en circulación hace algunos años, ciertas actitudes parecen haber cobrado carta de naturaleza. Hablar de la edad de alguien, especialmente a partir de un determinado umbral, ha pasado a equivaler a referirse casi en exclusiva a su estado de conservación. Como si el único rastro relevante que dejara sobre nosotros el paso del tiempo fuera una secuela de canas, arrugas y kilos.

Aunque tal vez pueda resultar algo chusco, no es desde luego especialmente grave el hecho de que se haya impuesto la moda de hablar los unos de los otros con ese lamentable lenguaje de tratantes de ganado. Lo grave de veras, como en tantas otras ocasiones, es lo que ese modo de decir oculta o, yendo hasta el fondo, el modo de pensar que implica. Un modo de pensar que aparece no sólo como obvio y evidente, sino, más significativo aún, como inevitable. El ejemplo evitará la demora en mayores circunloquios: ¿hay alguien que no haya escuchado varias docenas de veces el manido argumento de la desigual manera en que el paso del tiempo castiga a hombres y mujeres? No pretendo ironizar sobre la injusticia del agravio. Posiblemente el argumento contenga verdad -no es cuestión de discutirlo ahora-, pero lo que importa es que hay mucha más verdad por pensar, que el asunto de la propia edad en modo alguno puede quedar reducido a semejante orden de consideraciones.

Y es que, en definitiva, esa convencional forma de contabilizarse -de ponerle cifra a la vida vivida- está nombrando nuestra esencia, nuestra irrenunciable condición temporal. Una condición temporal que, además, es necesariamente pública, intersubjetiva. Conocemos las edades de los más próximos porque son nuestras mismas vidas las que están entrelazadas: porque podemos poner en relación nacimientos, muertes, amores o cualesquiera otras intensas experiencias compartidas. Hablar de la edad es, por ello -aunque los propios usuarios acostumbren a ignorarlo-, hablar de la vida en común, del inexorable modo en que el tiempo nos va cambiando, ante la mirada atenta o distraída de los otros. Pero por ello también, es dejar la propia vida sin pensar conformarse con ese ralo discurso que parece sustanciarlo todo en el anhelo de permanecer a cualquier precio (de perseverar en el ser, que diría un filósofo) y de mantener las apariencias.

Nada puede ser igual, pongamos por caso, cuando las agujas del reloj andan dando su segunda vuelta a la esfera. Adentrarse en la propia existencia debiera ser ocasión para ir levantando acta del conocimiento adquirido y de la experiencia resuelta. Eso significa, entre otras cosas, constatar, sin el afectado gesto de la decepción o el desengaño, el ocaso de buena parte de las motivaciones que nos acompañaron un largo trecho y el sorprendente surgimiento de otras, en cuya compañía nunca pudimos imaginar que llegaríamos a caminar. O la aparición de nuevos interlocutores, que nos interpelan desde su provisional inocencia, colocándonos en el lugar de las viejas autoridades perdidas. Todo lo contrario, en fin, de esa mirada sobre la propia vida que en nuestra sociedad parece haberse convertido en canon, de esa parodia banal del ángel benjaminiano en la que se da por descontado que el momento de plenitud, la cada vez más remota juventud, quedó atrás, y ya sólo resta vivir en su añoranza, arrastrados lejos de ella por el viento de la naturaleza. Se trata, sin duda, del camino equivocado: vivir midiendo esa distancia es, en un sentido bastante propio, vivir en una cuenta atrás.

Manuel Cruz (1951) es catedrático de filosofía en la UB.

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