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Columna
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El disparate de la muerte

A comienzos de este siglo, la esperanza de vida para un español no rebasaba los 50 años, pero actualmente los hombres pueden confiar en cumplir 74 años y las mujeres hasta 83. Un poco más y la esperanza de vida habrá llegado a los 100 años, número que hace unas décadas se consideraba un techo mágico que rozaba la inmortalidad. ¿Cabría esperar, por tanto, que pronto, prolongando más la esperanza de vida, se logre un plazo en que nos conformemos con la hora de morir?

Cuenta Javier Sádaba en su libro La vida en nuestras manos (Ediciones B) que W. Haseltime, director de la empresa privada Human Genome Sciences, mantiene la posibilidad de llegar a los 120 años ahora mismo. Para lograrlo bastaría que cualquier individuo de una salud normal cumpliera las recomendaciones de alimentación y modos de vida que se publican en los suplementos semanales de los periódicos. Efectivamente, ni siquiera 120 años son completamente lo mismo que la inmortalidad, pero podría darse el caso, según dice Marcuse en Eros y civilización, de que los seres humanos consiguieran, gracias a esa dosis, reconciliarse con la muerte.

Desde luego, algo tiene que suceder, porque nunca en la conciencia social existió tan fuerte rechazo a la posibilidad de estar muerto. Las religiones siguen existiendo, incluso se han diversificado y personalizado, pero, a diferencia de aquello trascendente que las caracterizaba, ahora no sirven para hacernos perecer en paz. Valen para hacernos sentir acompañados, enriquecidos o espiritualizados, pero la mayoría de ellas han dejado de prestar el suficiente apoyo para expirar con algún consuelo. De hecho, las creencias más populares de Occidente han dejado de identificarse con los grandes relatos de una eternidad ulterior, y si triunfan es gracias a sus promesas de poder vivir mejor aquí (respirar mejor, dormir mejor, digerir mejor) y no ya de morir confortadamente. La muerte no gustó nunca a nadie, pero hoy, además de disgustar, es menos inteligible que nunca. Es menos admisible que en cualquier tiempo anterior y, como consecuencia, incomparablemente más incoherente con la época.

Basta referirse a lo que sucede con los objetos de nuestro entorno para calibrar el anacronismo de cualquier defunción. Hasta la llegada de la sociedad de consumo, los objetos duraban hasta un uso exhaustivo y, a continuación, extenuados, morían. Una nevera se reparaba y se volvía a reparar hasta el día en que el mecánico venía a certificar inapelablemente su fin. Hoy, sin embargo, el frigorífico, la radio o el ordenador se reemplazan antes de morir, cuando están latiendo todavía, por modelos de una generación nueva. Eludimos, mediante este sistema, el trágico momento del final. No asistimos, gracias a este procedimiento de reemplazos, a la muerte de las cosas; solamente contemplamos su jubilación. Cambiamos el coche mucho antes de su muerte real, antes de la fecha en que se le arrastrará al cementerio de automóviles. Nos separamos, en suma, de las pertenencias no porque hayan cesado de funcionar, sino porque aparecen nuevos funcionamientos. Ni siquiera las arrumbamos porque las veamos envejecidas en sí; sólo son viejas en relación a ediciones más recientes. Nuestro trato con las cosas está, por tanto, cada vez menos acostumbrado a la experiencia de la conclusión, pero hasta la conciencia de nuestro final se encuentra enmascarada por la obsesión del rejuvenecimiento constante.

Se muere más tarde y se hace más extraño morir. ¿El mantenimiento de los telómeros en los cromosomas para aplazar el envejecimiento? ¿La detención de la pérdida de energía que producen las mitocondrias? ¿El consumo de antioxidantes y la sujeción de los radicales libres? Cualquier remedio de la medicina se espera ansiosamente para apartar de nuestros días el absurdo de morir. La muerte parecía coherente con las etapas más tenebrosas o trágicas de la humanidad, pero hoy, cuando todo es entretenimiento, todo es ligero e intrascendente. ¿A cuento de qué morir? ¿Cómo aceptar aún un anacronismo de esta disparatada altura?

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