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España, en suspenso

A mediados de agosto, no mucho antes de que ETA intentara asesinarle, José Ramón Recalde abominó, en una entrevista publicada en Le Nouvel Observateur, de la política cultural peneuvista y de los dislates difundidos por los textos escolares del Gobierno autónomo. Pero Recalde no había sido un mero observador. Había sido, precisamente, ex consejero de Educación con Ardanza. Las piezas no encajaban, y el entrevistador le preguntó por qué no se había opuesto mayor resistencia a los xenófobos. Ésta fue la contestación de Recalde: 'Por rechazo al nacionalismo español de Franco, del que acabábamos de salir. Hemos carecido, señaladamente, de espíritu crítico. Nacionalistas o no, coincidíamos en dos cosas: el deseo de construir juntos una nueva ciudadanía y el sentimiento de pertenecer a la comunidad vasca. Se trata de un sentimiento muy fuerte, usted se hace cargo, incluso si está poco vertebrado, y yo lo comparto. Yo, que no soy nacionalista'.

Recalde se expresa en términos generacionales, y hace bien. La generación más activa en el establecimiento de la democracia mantuvo no pocas veces una relación reticente con su condición española. Ante todo, en la izquierda, aunque no sólo en la izquierda. El artículo que van a leer a continuación versa, precisamente, sobre las tensiones y memorables fatigas que esto suscitó en muchos españoles honestos y con frecuencia ilustrados. Pero antes preciso hacerles una brevísima confesión personal.

A mí también me ha causado embarazo ser español. Y no por razones de militancia -siempre he preferido estar en casa que en la política-, sino porque la melancolía de ser español se palpaba, por así decirlo, en el ambiente. Era una sensación densa y pesada, como la de la humedad que satura el aire poco antes de la tormenta. Por aquel entonces -hablo de finales de los sesenta- aprendí inglés con una profesora escocesa. Mi profesora debió alertarme ya sobre las complicaciones que consigo traen las identidades cruzadas: porque era denodadamente racista y, al tiempo, innegablemente negra. Esta persona encantadora -se puede estar equivocado y ser encantador- me introdujo, entre otros textos, en la biografía de Richard Ellmann sobre Joyce. Del libro se me quedó grabada la carta en que Joyce, harto de sí mismo, y por contigüidad de los italianos, escribe a su hermano Stanislaus la siguiente lindeza: 'Por Dios, Rossini llevaba más razón que un santo cuando se descubrió frente a un español, diciendo: 'Usted me redime de la vergüenza de ser el último mono en Europa'. Pude indignarme, pero no lo hice. Ese Rossini, probablemente apócrifo..., era un reflejo de mí mismo y de muchos de mis compatriotas.

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Y murió Franco en la cama, y se levantó el tinglado actual. Y ETA continuó matando. ¿Cuál era el objetivo de ETA? El objetivo de ETA era España. España era lo que ETA veía al afinar la puntería. Ahora bien, el punto de vista de aquellos contra los que disparaba ETA no era simétrico del punto de vista de los etarras. Las dianas humanas de ETA -al menos muchas de esas dianas- se habrían sentido descolocadas replicando a la agresión en nombre de España. Puesto que España perseveraba en suscitar reservas. El desenlace fue un intercambio de argumentos sobre un asunto que nunca llegó a ser el mismo para las dos partes. Unos castigaban a España y otros clamaban en nombre de la democracia. De la democracia española, claro está. Pero no de la democracia española en cuanto española, sino en cuanto exponente eventual de la democracia en abstracto.

De rebote surgió una dificultad. No ética, pero sí psicológica. O, acaso, también ética. De hecho, y especialmente cuando el que está enfrente se ha hiperdefinido y afirma además su hiperdefinición a tiros, resulta un punto superferolítico especificarse, sin más, como demócrata. Parece, a ojo de buen cubero, que faltan aún las concreciones que permiten descender desde el género a la especie. Prueba de la dificultad es que hicieron fortuna, en la prensa y hasta en las mesas de café, dos conceptos terriblemente elaborados.

El primero de esos conceptos, ecuménicamente recibido por la izquierda y la derecha menos hostil al fenómeno nacionalista, fue el de 'nación de naciones'. Procede... de un libro publicado por Meinecke en 1907: Weltbürgertum und Nationalstaat. En una primera aproximación, la fórmula 'nación de naciones' semeja un oxímoron. Tendemos a representarnos las naciones como unidades cuyas partes son subunidades, no unidades del mismo rango. La paradoja desaparece cuando se cae en la cuenta de que la nación de naciones -España- es un Estado nacional, en tanto que las naciones subordinadas -por ejemplo, Vasconia o Cataluña- no son Estados nacionales: son naciones culturales. España vendría a ser una poliantea de naciones culturales, amarradas por una armadura político-jurídica común. El mérito del arreglo residía en su carácter polivalente. El nacionalista podía interpretar España como una superestructura, un remate acaso prescindible a la larga. En el extremo opuesto, el españolista era libre de entenderla como un ente real con expresiones o derivaciones locales.

No entraré aquí a discutir la viabilidad lógica o la eficacia terapéutica de esta peculiar interpretación de lo nacional. Sólo quiero señalar que es extraordinario, y revelador del lío que todos teníamos en la cabeza, el que se acudiera para autorizarla al texto de Meinecke. Porque Weltbürgertum und Nationalstaat constituye, en esencia, una relación de cómo la nación 'cultural' alemana pudo transformarse, con el tiempo, en un Estado nacional. Meinecke no abunda en el pluralismo cultural de los Estados nacionales, sino, justo al revés, en la tendencia de ciertas culturas nacionales a adquirir el vigor y conciencia de sí que distingue a los Estados modernos. En una nota al pie (página 3 de la edición de 1911), Meinecke cita aprobadoramente estas palabras de Dahlmann: 'Se puede ser más pueblo que Estado, pero no se puede ser pueblo sin Estado'. Estamos ante el 'ser para decidir' de los peneuvistas de última hora. Ser Estado, para poder consumarse como pueblo. Ésta es la expresión del nacionalismo en su acepción más castiza. Pudimos leer a Meinecke a fin de entender de verdad a nuestros nacionalistas. Pero acudimos a él con el propósito de obtener un reflejo improbable de nosotros mismos. Realmente, fue un tour de force.

La derrota de Alemania en la Primera Guerra apagó el nacionalismo de Meinecke. La Alemania del Idealismo Objetivo, la criatura lenta y gloriosamente alumbrada por los filósofos y estadistas que constelan las páginas de Weltbürgertum und Nationalstaat, había reventado como una burbuja de jabón y Meinecke se afilió a la

República de Weimar. A Meinecke y a los de su cuerda los llamaron entonces Vernunftrepublikaner: republicanos de la cabeza, y no del corazón. Para los Vernunftrepublikaner, la Constitución de Weimar fue un refugio, un cobijo contra la lluvia después de que se hubieran despintado los colores de la bandera nacional. Hago esta observación porque muchos españoles abrazaron, si no una versión ibérica del Vernunftrepublikanismus, sí una doctrina también alemana y también relacionada con un sentimiento de aguda carencia nacional: la de 'patriotismo constitucional'. La etiqueta nos vino de Habermas, quien la había tomado a su vez de Dolf Sternberger. Según Habermas, el patriotismo constitucional es lo único a que puede aferrarse un alemán decente después de la experiencia del Holocausto. Desacreditado todo proyecto de identificación moral con un pasado infausto, no quedaba más camino que el de erigir la casa común sobre principios genéricos de buen comportamiento democrático.

Nuestro improvisado patriotismo constitucional se tradujo en la práctica en dos cosas. En el terreno político-moral echó raíces la idea de que España había experimentado una palingenesia: la condenada, insufrible España, había tornado a nacer allá por el 78. Franco fue declarado -es una manera de decir- extranjero, cuando no marciano. En lo que toca a los nacionalismos, se intentó resolver el problema por sublimación. No podía haber una cuestión nacionalista porque faltaba la cosa cuestionada por los nacionalistas: a saber, la España heredada. Se había roto el continuum español, y la diana de ETA, la España de ayer y anteayer, no estaba ahí. Lo que estaba ahí era un acuerdo, un avenimiento cortés, entre demócratas. En consecuencia..., ETA disparaba al vacío.

El arbitrio no habría sido malo -es más: habría sido bonísimo- si ETA hubiera dejado de disparar. Pero ETA porfió en apretar el gatillo. Y las balas no se perdían en el aire diáfano: herían a la gente, máxime a los vascos no nacionalistas. ¿Cómo responder desde el patriotismo constitucional? Siendo más exactos: ¿cómo expresar, desde el patriotismo constitucional, el compromiso con los abatidos por ETA? En teoría, la ecuación estaba resuelta: las víctimas comprometían a los patriotas constitucionales en la medida en que habían intervenido en un contrato consagrado por unas votaciones democráticas. Las víctimas eran una de las partes contratantes, y por ello no se debía asistir impávidos a su opresión o muerte.

Me parece que el invento no ha calado. Me parece que nos sentiríamos más cómodos, más relajados, más sueltos, afirmando que el derecho de las víctimas a reclamar nuestra atención se ve reforzado por un factor específico que no se da en Chile o Chechenia: el de ser españolas. En tanto que demócratas, nos duelen todas las víctimas de la violencia antidemocrática. Ahora bien, en cuanto miembros de una sociedad cuya existencia es anterior a la democracia, somos más responsables de las víctimas españolas. Creo que éste es el modo como razona en su fuero interno todo el mundo, los patriotas constitucionales incluidos. Y por eso se habla ya poco de patriotismo constitucional.

En el hueco dejado por esta noción técnica se ha introducido una idea de mayor apresto emocional. De lo que ahora se habla es de derechos humanos: nos afectan las víctimas porque nos afecta la violación de los derechos humanos. Pero no se habla de España, salvo muy por bajo. Personalmente, no me opongo a este recato, el más llevadero en las circunstancias actuales. Existe, sin embargo, un diablo embrollador y zaragatero, y la prudente evitación de España ha tenido un efecto lateral por completo inesperado: el bloqueo absoluto a eso que se llama una salida negociada al conflicto vasco. ¿Por qué? Porque se puede fraccionar la nación, pero no los derechos humanos. Aceptar un menoscabo de los derechos humanos sería atroz. Un españolista hegeliano creería confirmada la tesis de Hegel sobre la Astucia de la Razón. La Razón tiene sus trucos y escribe derecho con los renglones torcidos. El orillamiento de la causa española, una causa aún conflictiva, nos obliga, por el momento al menos, a su defensa cerrada.

He aquí la peregrina situación a que se han visto reducidos los españoles pirandellianos, los que perseveran en busca de un autor. '¿Y usted?', se preguntará el lector. '¿Dónde se coloca usted?'.

Pues yo me conformo con que no se le dé excesiva importancia al hecho de ser español. Ser español parece ser una pejiguera para muchos españoles, pero la pejiguera resultará más pasadera si uno admite ser que lo es y arrea modestamente para adelante, como arrea con sus orígenes familiares, su metro y pico de estatura, su ligera dislexia y sus ocasionales momentos de valor u honradez, que también los hay. Después de años de estar harto estoy aprendiendo a estar harto de estar harto. Esta doble negación no equivale a una afirmación encendida. No pretende ser sino un tranquilo, lacónico, acuse de recibo.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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