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Atroz 2000

Dice Lao-Tse que, si hubiera tenido que gobernar, habría empezado por poner los nombres en orden. No otra cosa tendría que hacer quien se disponga a gobernar en nuestra comunidad tras las próximas, y esperamos que inminentes, elecciones a nuestro Parlamento. Difícil tarea, quizá imposible, si vuelve a asumir la responsabilidad de gobernar quien tanto ha contribuido a que todos los nombres se desordenen y equivoquen su significado. Algo similar ocurrió, según Tucídides, durante la peste que asoló Atenas, que las palabras cambiaron de significado. Y es que lo que está ocurriendo entre nosotros no difiere en mucho de la peste: infecta, contagia, atemoriza, mata. Se diferencia, no obstante, en algo fundamental, en que la peste es un fenómeno natural y este terror no. No es improbable que hubiera gente que se aprovechara de la peste, pero no es verosímil que hubiera gente que la gobernara. Este terror, en cambio, se gobierna; pues es humano, deleznablemente humano.El año que ahora acaba ha sido atroz. Pero no ha sido igualmente atroz para todo el mundo, y este es un hecho que conviene subrayar para evitar algunas ligerezas al hacer balances. Lo atroz del año 2000 ha sido precisamente la barrera palpable que ha puesto en evidencia entre ciudadanos de una clase y ciudadanos de otra. Y quiero dejar a un lado lindezas como las que hacen referencia a las dos comunidades o a la naturaleza plural de nuestra sociedad. No, seamos crudos. Con ser malo, sería una gloria que toda nuestra desgracia consistiera en la existencia de dos comunidades en condiciones similares. Y no hablemos ya de la maravilla de la sociedad plural, en la que convivirían idearios, vinculaciones y religiones diferentes con el mismo derecho y posibilidades de expresarse. Pero no, olvidemos esas kermesses, pues lo que el atroz año 2000 ha puesto de manifiesto es algo que venía anunciándose y preparándose desde hace tiempo, a saber, que unos ciudadanos disfrutan de seguridad y otros no, que unos pueden manifestarse libremente y otros no, que unos ven amenazada su vida de continuo y otros no. En definitiva, que nuestra sociedad se asienta en la desigualdad más radical: la que diferencia a la pura vida de la vida con cualidades.

Naturalmente, el derecho está a salvo de esta miserable situación que lo niega. Frente a un derecho que dice garantizar la igualdad de todos los ciudadanos ante la vida y la muerte, tenemos un panorama real que desmiente esa promesa, y lo grave es que no lo hace por accidente. Ya que no es por accidente por lo que unos y otros ciudadanos se hallan en flagrante desigualdad ante algunos derechos fundamentales. La falla entre derechos nominales y derechos efectivos es evidente, y habrá que buscar su causa allí donde se garantiza que esas disfunciones no tengan lugar: en las instituciones, y más concretamente en el Gobierno. Y tampoco aquí la disfunción se da por accidente. No es un problema de eficacia o ineficacia, sino de un planteamiento político que sanciona esa desigualdad. Cuando nuestro lehendakari apela a los derechos humanos y hace de esa demanda uno de los pilares de su política, parece estar rezando plegarias a los ángeles. Una muestra más de que aquí significados y hechos no son ya más que humo procesional.

Pues hay un acontecimiento fundamental que tendría que haber determinado de forma radical la actuación política de un Gobierno que tanto proclama su defensa de los derechos humanos: la amenaza clara y efectiva de una organización armada a un sector ideológicamente señalado de la ciudadanía. Ante una amenaza de esa índole, nuestro Gobierno, con el apoyo o sin él del partido que lo sustenta, tendría que haber dado un giro radical y un paso al frente para ponerse del lado de los amenazados, y no lo ha hecho. Invocar a los derechos humanos cuando tan poco se ha hecho para garantizarlos forma parte del juego de la peste y del desorden semántico, al que suele ser tan proclive quien mal manda. Miro a mi alrededor y contemplo el desastre del atroz año: amigos asesinados, amigos que han salvado la vida de milagro, amigos en el exilio, amigos desprovistos de libertad para salir a dar un paseo. Podría llorar o invocar a los ángeles. Para no resultarles del todo amargo, les cantaré lo que el coro de sacerdotes en La flauta mágica: "Bald fühlt der edle Jüngling neues Leben". Sea.

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