Un talante autoritario
"Yo sé lo que tengo que hacer, sé cuándo lo voy a hacer y sé cómo lo voy a hacer". Un qué, un cuándo, un cómo no sujetos a regla alguna; un qué, un cuándo y un cómo que dependen de una voluntad individual, soberana, sin restricciones: tal es la más fiel expresión del talante con el que se enfrenta el presidente de Gobierno al problema, por él solito creado, de su sucesión.Ya es peligrosa esta historia de que los gobiernos deban durar exactamente el tiempo de las legislaturas y que su presidente prometa no presentarse de nuevo a no ser en caso de guerra, hecatombe o algo así, como confesó Aznar a principios de 1999 a su periodista de cabecera. Peligrosa porque introduce en un sistema parlamentario procedimientos válidos para los presidencialistas con el consiguiente grado de incertidumbre, al no estar reglada la designación del sucesor, pendiente en su ejecución de la voluntad de quien se marcha. Por supuesto, si el presidente saliente no quiere ver mermada su autoridad y recortado su poder, tendrá que posponer su decisión hasta la fecha límite, lo que inevitablemente crea la figura del tapado, rivalizando todos los aspirantes en hablar el lenguaje del disimulo.
Si peligrosa es la mezcla de sistemas sin antes prever las reglas del nuevo juego, más lo es aún el guión que los actores se ven obligados a recitar. Aznar podrá o no presentarse en 2004: eso no es lo que más importa, sino que todo el proceso dependa de su exclusiva y recóndita voluntad. Pues, sea la que fuere su decisión final, mantenerla como un atributo personal, en la que nadie puede interferir, incrementa para el tiempo que le queda la sumisión incondicional de su partido y fuerza a los posibles candidatos a desplegar las habilidades del cortesano: renunciar a iniciativas propias, hablar quedo, mostrar indiferencia ante su futuro personal y repetir, como si de una consigna se tratase, que no entra en sus planes suceder al presidente, añadiendo luego, como en estribillo, que el mejor candidato posible es el propio presidente.
El penoso y humillante disimulo del núcleo de candidatos, sumado al regusto en el monopolio de la decisión tan elocuentemente explicitado en el control del qué, el cuándo y el cómo de que alardea el presidente con ocasión y sin ella, puede abocarnos a tres años de un autoritarismo irrestricto. Aznar había conseguido ya, antes de la mayoría absoluta, concentrar en su partido todo lo que políticamente se movía por la derecha, podando cuando hizo falta las viejas ramas y quedándose enseguida con el solar entero. Un partido sin familias ni tendencias, sin una voz más alta que otra, mudo a decir verdad, disciplinado, sin liderazgos compartidos, con un vértice unipersonal: una máquina engrasada para el ejercicio del poder.
Lo nuevo, a partir de la mayoría absoluta, es que además de borrar los diversos colores del partido, Aznar ha conseguido, con su peculiar estrategia de la retirada, pintar de gris a todo el Gobierno. Antes, en el Gobierno no faltaban ministros de personalidad acusada, que no aparentaban deber al presidente todo lo que eran. Ahora, por no mostrar a destiempo ambiciones sucesorias, los ministros se han convertido en meros secretarios, siempre dispuestos a cambiar de opinión si el jefe levanta la ceja, siempre prestos a defender una posición por más que, para justificarla, deban invocar al Papa o al milenio. Todo, como es moda otra vez repetir, sin fisuras.
De ahí que Aznar haya acentuado desde su triunfo de marzo los rasgos de un talante autoritario, entendiendo aquí por talante el modo o la manera de ejecutar alguna cosa. Desde la fulminante destitución del presidente de Telefónica hasta el diktat lanzado al Tribunal Supremo ordenando no ya un indulto, sino el caprichoso detalle de su aplicación, pasando por el Plan Hidrológico o la política de inmigración, todo confluye hacia el ejercicio de un poder muy personal que alcanzará su plenitud el día en que por fin se digne designar al sucesor.
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