Bajo las alas del Spitfire
He estado en Inglaterra. Llovía.Tras realizar una minimalista ceremonia druídica en Stonehenge y -ya en Londres- depositar una rosa blanca junto a la tumba de Ricardo II en la abadía de Westminster, fui al Imperial War Museum. Me llevó hasta allí un arrebato de profesionalidad: ¿tendrían más recuerdos del bando republicano de nuestra guerra civil que en el Museo Militar de Montjuïc? Nunca hubiera imaginado que me esperaban tanta emoción, y tanto horror.
Londres era un escenario gris y húmedo en el que cabían todos los sueños tristes y en el que la melancólica soledad del empapado paseante -yo- parecía rezumar hasta teñirlo todo, desde los escaparates navideños de Harrod's hasta los bajorrelieves de Nínive en el British Museum. Pensé en detenerme junto a la columna de Nelson, donde tradicionalmente orinaban de guardiamarinas todos mis parientes de la Armada en revancha por lo de Trafalgar, pero me dio corte.
Llegué demasiado pronto al museo de la guerra. Así que me dediqué a vagar por los alrededores. En un descampado, unos jóvenes rudos practicaban rugby; decidí no unirme a ellos, no fuera a hacerles daño. Crucé la acera y me detuve sorprendido frente al número 100 de Lambeth Road: una placa informaba de que ahí había vivido William Blight (1754-1817), el estricto capitán de la Bounty que provocó el célebre motín. Llamé al timbre sin pensarlo dos veces y a la señora viejísima que salió le expresé mi interés por el que supuse su ancestro. Lo hice con mi acento inglés de las grandes praderas, concretamente sioux minneconjou. Me miró como si fuera un escapado del viejo asilo de lunáticos de Bedlam y cerró la puerta sin decir una palabra. Qué antipáticos pueden ser los ingleses.
En el ínterin, el museo ya había abierto. Estaba mirando la gigantesca batería naval del jardín cuando me vi rodeado por docenas de bobbies; pensé que quizá me había denunciado por acoso la arisca descendiente de Blight, pero se trataba de una visita en masse de la policía. Me uní discretamente a ellos. No me sirvió para entrar gratis y hube de desembolsar cinco libras y media. En el gran vestíbulo me quedé boquiabierto. Eso sí que es un museo bien armado. Sobre mi cabeza estaba suspendido un Spitfire de verdad. Y un Sopwith Camel, y un Focke Wulf 190, y el P-51 Mustang Big Beautiful Doll del as J. D. Landers. El tanque de Montgomery en El Alamein, una V-2, restos del fuselaje del Messerschmitt en el que Rudolph Hess hizo su misterioso viaje, fiu... No sabía dónde mirar. Me abismé un rato en el submarino de bolsillo nazi hallado hundido cerca de Dover en 1944 con su único ocupante envenenado por monóxido de carbono. Tras varias horas de recorrido tuve que sentarme pues tenía calambres de emoción y la testosterona alta. Enumeré mentalmente los tesoros contemplados: el rifle de Lawrence de Arabia, un motor del triplano del Barón Rojo, el ukelele de Tobruk, la pipa del coronel Bagnold y otras pertenencias del Long Range Desert Group, la gente que persiguió al conde Almasy por las dunas líbicas; incluso se exhibía una de sus camionetas Chevrolet, con toda la pintura decapada por el inmisericorde viento del desierto.
No olvidé cumplir con mi deber y rastreé en los innumerables campos de batalla del museo recuerdos de nuestra guerra civil. Los hallé y tengo que denunciar que, lo que hay que ver, en el museo londinense tienen más objetos del bando republicano que en el museo militar de Barcelona. Incluso una gorra de la FAI, tipo churrero. Insignias de la UGT, pósters, armamento ruso, souvenirs de las Brigadas Internacionales... Siempre pueden dar un bono en el museo de Montjuïc que sirva para entrar en el de Londres. Quizá la dirección del centro barcelonés podría solicitar en préstamo algunas piezas, aunque me temo que se inclinaría por las cosas de Mosley o por el uniforme de verano de Goering.
Animado por tanta parafernalia militar y reconfortado por una visita a la sección sobre los ganadores de la Cruz Victoria (¡bien hecho Drummond!), me atreví a meterme en la Trench Experience, el realista diorama sobre la I Guerra Mundial, una especie de parque temático para Jünger. Estaba oscuro y parecía viscoso. Vi una rata. Se escucharon retumbar de artillería y gritos. Creí oler gas mostaza. Me agobié. Salí a escape. Traté luego de tranquilizarme en el interior de un bombardero Halifax para misiones de comando, pero sólo pensaba en que debía coger esa tarde el avión de vuelta, con mal tiempo. No sé cómo, acabé en la exposición sobre el Holocausto. Con el corazón en un puño atravesé las salas apenas iluminadas, las vitrinas llenas de objetos hirientes y de rostros devastados o abominablemente culpables. Torahs quemadas extraídas del lecho de los ríos, estrellas de David, zapatos, gafas. Goebbels se desgañitaba en una pantalla y en otra un superviviente evocaba suavemente sus atroces recuerdos. Atravesé un vagón de deportados y me encontré en un gran espacio oscuro dominado por la impresionante foto de un oficial de Einsatzgruppen a punto de asesinar a un judío de un tiro en la nuca. La mirada de la víctima se me clavó en el corazón. La vista de una inmensa maqueta de Auschwitz-Birkenau, blanca como un sudario, me retrotrajo con espanto al día en que visité el campo. Me tuve que sentar y de la pared a mi espalda brotaron más voces, testimonios del horror.
Salí del Imperial War Museum arrastrando los pies, liquidados todos mis sueños heroicos. Metí las manos heladas en los bolsillos y encontré el minúsculo Spitfire que había comprado en la tienda del museo. Me acerqué a una papelera. Pero entonces pensé que sin esos aparatos hoy el Holocausto no estaría sólo detrás de las vitrinas. Y embargado por una súbita alegría, me puse a correr como un niño bajo la lluvia con el avioncito sujeto por dos dedos, atravesando la tarde gris, rumbo al areopuerto.
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