La provocación ANTONI PUIGVERD
No he asistido a la representación de Un ballo in maschera. Y no por rechazo a la versión de Calixto Bieito, sino porque la ópera me interesa poco. Confieso que tengo un escaso conocimiento de ella para fundamentar mi indiferencia. Pero el día tiene 24 horas y uno no puede comerse todos los platos. Conocer a Shostakóvich y Bach me impide tener tiempo para Rossini y Verdi. Con sinceridad: no encuentro en los cánones de la cultura occidental argumentos que justifiquen la protección que la ópera, con frecuencia tan empalagosa, recibe del erario público. Tampoco me parece justificado el prestigio de que goza en la sociedad culturalmente bienpensante. Puedo entender que se trate de una oferta turística imprescindible. Y de una tradición burguesa inevitable. Pero un solo motete del austero Palestrina (1525-1594) me parece más sutil que un ramillete de arias cantadas con estruendoso pavoneo vocal.Dejo a un lado a mi tocayo Monteverdi, a Mozart y a Händel, con cuyas óperas gozo una y otra vez en disco. También algunos solemnes pasajes del mismo Verdi (el mejor traductor musical del patriotismo) me interesaron en un tiempo, así como los juegos cerebrales, menos grandilocuentes, de Wagner. Son excepciones que confirman mi regla. Por intuición y por las degustaciones que de vez en cuando me he permitido, considero el espectáculo de la ópera ochocentista (la ópera por antonomasia) como algo muy anacrónico. Históricamente tuvo un sentido, heredado de la cultura barroca: encontrar un arte total que sintetizara poesía, narración, teatro, música y arquitectura. Era ésta una ambición muy optimista, propia de tiempos menos escépticos que los nuestros. Por otra parte, los limitados libretos y la ajada mitología de la ópera no resisten la comparación con los grandes músicos y escritores del mismo siglo XIX. En este sentido, no puedo remediar la irritación que me produce comprobar cómo las empalagosas lágrimas de Donizetti, por ejemplo, se programan una y otra vez mientras que las de Leopardi ("non brillin gli occhi tuoi se non di pianto") han sido enterradas, a pesar de las puntuales celebraciones centenarias, bajo la inevitable losa del tiempo: "No brillen tus ojos sino para llorar".
Flaubert, Stendhal, Clarín, Dostoievski y Dickens fueron algunos de los colosales novelistas que el siglo XIX alumbró. No es nada fácil encontrarlos en las librerías y, si no lo remedia alguna excepcional cifra centenaria, generalmente nadie los menciona en los papeles. Estamos en la época del presentismo. La novedad es en sí misma un valor. El valor. Los libros caducan a los tres meses. El fondo de los clásicos desaparece. Lo mismo pasa con los discos. La pregunta es obligada: ¿qué es lo que salva a la ópera del olvido? Si los poderes públicos dejaran de protegerla, si decidieran abandonarla en brazos del mercado, la ópera también sería engullida o sometida a draconianas curas de adelgazamiento. ¿Acaso la consideran una manifestación cultural especialmente singular, imprescindible, excepcional?
La inexistencia de una ópera sería percibida en Barcelona o en Madrid como una impensable desgracia. Y en cambio, la falta de bibliotecas o la lentísima gestación de los grandes equipamientos museísticos (el MNAC, sin ir más lejos) nos parece a todos muy normal: consecuencia de la inevitable fatalidad de nuestros alicortos presupuestos. Cierto es que se han construido muchas infraestructuras culturales en los últimos tiempos. Pero existen todavía vergonzosos déficit. La biblioteca provincial de Girona, por citar un cochambroso caso que conozco, lleva 20 democráticos años esperando su puesta al día. Lo mismo sucede con las dificultades presupuestarias de las escuelas públicas: algunos de los centenares de millones que permiten a los Bieito reactualizar a los clásicos de la ópera resolverían más de un acuciante problema en nuestros precarios institutos. Pido perdón: esto es demagogia. Pero no me parece menos demagógico dar por supuestos valores o jerarquías culturales y premiarlos con fabulosas inversiones públicas.
En estas mismas páginas, Agustí Fancelli descubría, con la precisa pedagogía del que ha llegado a intimar con Verdi, la vigencia de la crítica al poder que Un ballo in maschera contiene. Al parecer, Bieito refuerza esta crítica con duras imágenes de nuestro tiempo. De acuerdo. La obra es interesante, y la revisión, ambiciosa. Y sin embargo: ¿eran necesarias estas carísimas alforjas para expresar lo que la misma realidad, completamente desvelada por los medios, ya se encarga de meternos en todas las sopas diarias? Ésta es una diferencia esencial entre la sociedad romántica y la contemporánea: que todos nuestros reyes van desnudos y que sus poderes están en permanente y pública sospecha.
El arte moderno, sea contemporáneo o revisitador de los clásicos, duda entre la frivolidad absoluta y el moralismo puritano. Se entiende por qué. O bien trata de evadirse del sentido o, al contrario, intenta subrayarlo para conjurar el vacío. El moralismo artístico se ayuda de escenas fuertes: es bienintencionado, pero ingenuo. Un cansancio recorre el corazón del vanguardismo rupturista del siglo XX. Fracasada la aventura del siglo, los artistas regresan al calor del hogar burgués. Incluso a la ópera. Les queda, naturalmente, un poso de mala conciencia. Con el presupuesto de papá (o, por decirlo a la manera vieja, con el dinero del Senyor Esteve) los jóvenes artistas intentan no ya ser artistas, sino provocar a papá. El resultado es un típico cuadro costumbrista navideño: en la cena, al levantar la copa de champaña, el hijo, resignado aunque guasón, sorprende a la barnizada concurrencia con un gesto escatológico. Papá no se inmuta: es él quien tiene la llave de la caja. Se azoran, en cambio, las viejas damas, y se irrita el abuelo. Antes de preguntarse si lo de Bieito es o no es ópera, habría que aclarar qué es hoy en día la provocación. Hace ya casi un siglo que Tristan Tzara se meó artísticamente en una biblioteca.
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