Recuerdo de Ernest Lluch JOAN DE SAGARRA
El próximo jueves se cumple un mes del brutal asesinato de Ernest Lluch. Una lectora me escribe preguntándome por qué no he escrito nada sobre ese asesinato y su víctima. Me dice la señora que soy la única pluma de este periódico que no ha escrito sobre el asesinato de Lluch. "¿Acaso no le caía bien?", me pregunta.Todo lo contrario, señora: Ernest Lluch me caía muy bien. Me enteré de su asesinato por la televisión, como tanta gente, poco después de que éste fuese descubierto. Dos días más tarde, hablaba, junto a Josep Martí Gómez, de Lluch a través de los micrófonos de la SER, mientras tenía lugar la multitudinaria manifestación en el paseo de Gràcia. Y si no escribí sobre el asesinato de Lluch aquella semana fue porque no tenía gran cosa que añadir a lo que ya habían escrito mis colegas, porque seguía horrorizado por aquella muerte y quería borrarla -sin éxito- de mi mente, y, en última instancia, porque no quería hacer sufrir innecesariamente a mis lectores, como diría, como dice Ramón de España.
Conocí a Ernest Lluch hace treinta y tantos años, en la redacción de El Correo Catalán, pero cuando le traté más asiduamente y puede decirse que llegamos a hacernos amigos -Lluch tenía un año más que yo- fue en la redacción de Tele/expres, el periódico que dirigía Manuel Ibáñez Escofet, en la calle de Tallers. El Lluch de aquellos años es el que yo he conocido y del que guardo un mejor recuerdo. Descubrí que le gustaba el teatro y coincidí con él en muchos estrenos. Hablábamos mucho sobre cómo debería ser el teatro catalán, el teatro público, institucional, el día en que este país recobrase la normalidad, es decir, sus libertades. Yo me mostraba descaradamente jacobino, él no tanto: era partidario de una cierta descentralización teatral. "Tu ets de París; jo sóc del poble", me decía.
El Ernest Lluch de aquellos años era un personaje simpático, divertido y una pizca original. A mí me hacía pensar en un estudiante romántico, de Cervera; un tipo ligeramente stendhaliano, de esos que un buen día se vuelven locos por Rossini o por Mozart sin apenas conocer nada del arte de la música, sin saber una palabra de italiano, a la manera de Henri Beyle, el Beyle que escribe: "C'est à force d'être heureux à la Scala que je suis devenu une sorte de connaisseur. Un homme modéré, ne lui demandez pas de sentir la musique".
Lluch era un acérrimo catalanista. Un día se me puso muy serio -a mí, cuando Lluch se ponía serio era cuando más me hacía reír- y me dijo que yo debía escribir en catalán. Yo no lo tenía muy claro, y más escribiendo el catalán como un perro. Pero Lluch insistió y se las arregló para que en Serra d'Or me diesen una columna, junto a Fuster, a Molas, a Ferrater, al propio Lluch, todo un honor. Y le fallé (sólo escribí una columna). Mi madre se puso hecha una furia al ver que su querido hijo estampaba su firma en una revista que había menospreciado a su esposo, el autor del Poema de Montserrat, a raíz de su muerte. Lluch no me lo perdonó nunca.
Cuando le hicieron ministro dejamos de vernos. Ha sido en estos últimos años cuando hemos vuelto a tratarnos, si bien con mucha menos frecuencia que en años anteriores. Se había vuelto más serio, más teatral, al parecer satisfecho con su propio personaje: ya no me trataba de tú, me decía de "vostè", como Espriu. Seguía, eso sí, siendo un tipo muy leal, amigo de sus amigos: me defendió ante las pestes que de mí decía Porcel en el programa radiofónico de Josep Cuní y dos semanas antes de morir me dedicó un cariñoso artículo en La Vanguardia, en el que mientras daba una opinión, la del economista, sobre el futuro del Teatre Lliure, tal como yo le había pedido, se las ingeniaba para hacer un elogio de mi abuelo, de mi padre y de mi hijo.
A raíz de su muerte, se ha hablado y se ha escrito mucho sobre la gran, la enorme cultura de que hacía gala Ernest Lluch. Y es que Lluch era, entre otras muchas cosas, un buen historiador, un hombre familiarizado con archivos y bibliotecas. Manejaba con precisión y malicia información de primera mano, lo que le permitía desmontar en un periquete las brillantes elucubraciones de ensayistas y tertulianos más o menos improvisados. Él sabía, y luego opinaba. Basta y sobra con leer su crítica al libro de Juan Pablo Fusi España, la evolución de la identidad nacional (publicada en la revista Pasajes, de la Universidad de Valencia, mayo-agosto de este año) para percatarse de ello. Además, era un hombre que iba al teatro, que frecuentaba las exposiciones artísticas, al que se veía en los conciertos, que leía poesía, que leía novelas, y sabía escogerlas...
No es, pues, de extrañar que Pere Gimferrer le hubiese designado como uno de sus albaceas testamentarios. Pere Gimferrer, quien nos confiesa que durante unos años solía reunirse con Lluch y con Castellet, el día de San Esteban, en el Ritz, "per fer conversa".
A un mes de su muerte, Ernest Lluch me es todavía muy próximo, brutalmente próximo, última víctima de ETA, y al mismo tiempo el personaje -porque Lluch era todo un personaje-, aquel personaje que yo conocí hace treinta y tantos años, va adquiriendo una cierta pátina, y no me sorprendería encontrarme uno de estos días al fantasma de Lluch en el jardín romántico del Ateneo Barcelonés, ensayando unos pasos de claqué.
P. S. Escribí estas líneas el jueves por la mañana, pocas horas antes de coger un avión, pocas horas antes de enterarme por la radio de que Ernest Lluch ya no es la última víctima de ETA. Otra muerte -en este caso la de un concejal del PP, fontanero de profesión- anunciada tras el pacto antiterrorista firmado por el PP y el PSOE, un pacto cojo, dicen.
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