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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Diva de bolsillo SERGI PÀMIES

Casta diva es una comedia musical inspirada en la vida de Florence Foster Jenkins (1869-1945), una soprano famosa por lo mal que cantaba. Esta excéntrica mujer debe de estar de moda ya que, además del espectáculo dirigido por el joven veterano Dani Anglès para El Musical més Petit, circulan noticias de montajes similares procedentes de México, EE UU y Escocia. En octubre, el mexicano Pablo Helguera presentó Los archivos vocales de Florence Foster Jenkins, homenaje a la que definió como "cantante que no cantaba, que se sentía actriz y no actuaba y que era el hazmerreír de la gente". Helguera afirmó que su performance era una metáfora "de la persistencia del artista ante la crítica y ante lo que diga el público". En Glasgow, en 1997, Chris Balance parió el espectáculo infantil Viva la diva, centrado en la relación entre la disonante Florence, capricho de una élite que acudía a sus recitales para reírse de ella, y su pianista Cosme McMoon. Aquel mismo año, el norteamericano Terry Sneed ganaba un premio por la obra Precious few, en la que, entre otras cosas, la Foster visitaba el cielo y contaba su disparatada carrera operística.En Barcelona, la aureola de la Foster ha aterrizado en el Teatreneu, uno de esos minifundios no gubernamentales que tanta falta le hacen a una geografía teatral adicta al gigantismo público y privado. Las limitaciones de espacio, sin embargo, obligan a los actores a contener sus habilidades. Por ejemplo: a falta de superficie, los bailarines se contonean más de la cuenta e insisten en mover la pelvis, algo que probablemente no harían en el TNC. Quizá porque el hambre agudiza el ingenio, los creadores de este imperfecto pero interesante musical han tenido que buscar, en coherencia con su nombre, soluciones de bolsillo para suplir la falta de medios. Música en directo (Dani Espasa, David Pintó), bailarines cantantes (unos más cantantes que bailarines y viceversa: Bealia Guerra, Maria Blanco y J. G.), un cantante nada bailarín (Xavier Mateu), actores cantantes (Pau Miró, Eva Barceló y Rosa Boladeras) y otro que, además de cantar, es autor de casi todo el texto (Xavier Bertran, navaja suiza teatral). Para completar los ingresos atípicos, se ofrece un programa que, pese a su precio (1.000 pelas), no incluye, ¡oh escándalo!, la letra de las 13 canciones.

Estructurada como un documental coral alrededor de la figura de la hilarante Florence, la comedia recrea la ascensión de la soprano y las circunstancias que rodearon su fama narradas con retórica poético-mediática por su esposo, un irónico muerto viviente. Como ocurre en estos casos, de vez en cuando alguien se pone a bailar y a cantar sin venir a cuento e interrumpe intervenciones tan acertadas como las de la asombrosa Rosa Boladeras. Otras veces ocurre al revés. Cuando la dramaturgia sufre los bajones propios de una narración que, adrede o sin querer, se atreve a no ser ni chicha ni limoná, suena una canción como la que, con fuerza y buen gusto, interpreta María Blanco. ¿Las canciones? Suenan bien y no buscan la complicación gratuita. Algunas incluso me recordaron las de las películas de Disney, pero con letras adultas y unos arreglos de voces de esos que requieren ensayos por un tubo. Y que conste que lo digo con el respeto más absoluto, ya que confieso que, en la intimidad de la ducha o del coche, suelo berrear las canciones de Disney casi con tanta pasión y entusiasmo como los que demuestra Eva Barceló en la escena cumbre de la función: una versión gore-kitsch del track más sobado de La flauta mágica. Si Mozart viera a la Barceló, con su infernal vestido de ángel, convincente en su patetismo, perfecta parodia del fracaso ganado a pulso interpretado con el grado justo de compasión y desgarro, la invitaría a cenar y luego se irían juntos de marcha. Por supuesto, tampoco faltaron las toses y los estornudos típicos del teatro. En cuanto a los aplausos, fueron generosos ma non troppo. Y yo, que soy neófito en cuestiones de comedia musical, no acabé de enterarme de si había gustado mucho, poco o regular. Quizá, del mismo modo que la obra es una parodia de la fama y sus miserias, de la vocación mal digerida y de lo trágica que puede llegar a ser la vocación, el aplauso ni fu ni fa formaba parte de la fiesta, desconcertado por la mezcla de estímulos que produce su combinación de ironía y testimonio, de gamberrada y homenaje, dudando entre la felicitación sin matices y la comprensible, por crítica, contención del elogio. En todo caso, al final a nadie se le ocurrió ponerse a bailar y a cantar. Miento. Al salir, en una oscura y estrecha calle, me atreví a marcarme unos pasos con contoneo pélvico incluido. Resultado: resbalé y me torcí el tobillo. Las calles de Gràcia, ya se sabe. Si resulta difícil y peligroso caminar por ellas, imagínense bailar.

Jordi Roviralta

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