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Una nueva categoría de excluidos

El pasado mes de octubre tuve la oportunidad de reunirme en la ciudad alemana de Mannheim con una treintena de especialistas en políticas de inmigración pertenecientes a quince organizaciones de cinco países distintos, en el marco de un proyecto europeo cuyo solo nombre es suficientemente elocuente: "Cabezas de turco fáciles: inmigrantes sin papeles en Europa".Desde el inicio del encuentro todos los participantes coincidimos en la necesidad de que Europa pusiera en marcha una política activa y común de inmigración y asilo, que hasta la fecha ha estado marcada por la incoherencia entre los criterios de los diferentes países y la falta de perspectivas de futuro. Así, uno de los datos más llamativos que pusimos en común fue el incumplimiento sistemático que los países hacen de su normativa en materia de extranjería, y de una manera particular en la concesión de permisos de residencia y trabajo para los inmigrantes, colocándoles así en una situación de permanente inseguridad. Reconocer que el espacio europeo ha sido y seguirá siendo en el futuro un área de inmigración creciente pasa por entender que necesitamos social, cultural y económicamente la energía y la aportación de gentes que sigan viniendo a nuestras ciudades, un proceso que nunca se ha interrumpido y que continuará en los próximos años.

Ciertamente la distancia entre esta propuesta y la realidad es abismal, hasta el punto de que en toda Europa está surgiendo en estos momentos una nueva subclase social, segregada, marginalizada y explotada, que ocupa el último escalón entre los excluidos: los inmigrantes sin papeles, cabezas de turco fáciles para proyectar contra ellos nuestros rechazos, llevando con ello a que en esta Europa opulenta vivan cientos de miles de personas escondidas, criminalizadas y perseguidas. El inmigrante sin papeles supone así un concepto internacional de exclusión y marginalidad, siendo el ejemplo más elocuente de esto que decimos las leyes que todavía existen en países como Italia, España y especialmente Alemania, donde se penalizan a todos aquellos que ayudan a los sin papeles. Precisamente el gobierno belga acaba de dar un paso en la dirección correcta, al eliminar cualquier tipo de sanción legal a quienes ayuden a los extranjeros sin papeles, algo que seguramente hubiera agradecido Francisca Gil, vecina de Tarifa que fue condenada hace pocos meses a una multa de 250.000 pesetas por ayudar a sobrevivir a Hassan, un marroquí que llegó a España cruzando la frontera entre los ejes de un camión.

La manera de evitar que se agrande este ejército de marginados en Europa es bien sencilla, consiste simplemente en institucionalizar una posibilidad legal permanente para que los inmigrantes indocumentados puedan regularizar su situación, facilitándose permisos de residencia a todos aquellos que demuestren que llevan viviendo varios años en el país, tengan trabajo y cuenten con arraigo, justo el camino contrario que pretende emprender este gobierno en lo que supone el mayor retroceso Europeo en materia de extranjería.

Junto a los aspectos legales, tratamos también de revisar otras muchas cuestiones de carácter social. Así, debatimos la conveniencia de que las mujeres que llegan a Europa mediante procesos de reagrupación familiar puedan tener permisos de residencia individuales para evitar situaciones de maltrato o chantaje por parte de sus maridos; trabajamos en la necesidad de que todos los estados europeos firmaran y cumplieran la Convención Internacional de Derechos del Niño; coincidimos en la exigencia de que los inmigrantes, documentados o no, puedan acceder a los servicios de sanidad pública como un derecho básico y elemental de todo ser humano; considerando también como esencial que sea garantizado el acceso de todos los niños a las escuelas y a obtener títulos académicos sin que sus padres puedan correr el peligro de que sean expulsados, debiéndose de promover también medidas especiales de atención en centros con una alta presencia de inmigrantes. Pero también analizamos críticamente la labor que venimos realizando las ONG que nos dedicamos a ayudar a los inmigrantes, un trabajo que resumimos de manera muy gráfica entre la resistencia y la sumisión. Posiblemente tengamos que reflexionar con mucha más intensidad cómo respondemos a las actitudes de muchos estados, que ven en las ONG el espacio residual al que dirigen aquellas personas y problemas que no quieren asumir.

Pero, ¿cómo conseguir que todas estas propuestas no se queden en una colección de buenos deseos? Una vía fundamental consiste en facilitar la participación política de los inmigrantes a través del voto municipal, promoviendo sus derechos como ciudadanos y facilitando sus posibilidades de nacionalización. Todos los partidos políticos deberían de firmar acuerdos como los que ya están en vigor en Bélgica, donde se comprometen a no utilizar cuestiones racistas o xenófobas en campañas electorales. También debe exigirse al Estado evitar de manera escrupulosa la creación de una imagen negativa o de rechazo hacia los inmigrantes, algo que también deben cuidar los medios de comunicación con sus informaciones e imágenes. Pero todo ello no podrá realizarse sin conseguir una implicación activa de las administraciones locales y regionales en las políticas de inmigración, algo de lo que debería de tomar buena nota el gobierno español, cuya política de inmigración es sencillamente centralista y en no pocos casos hostil a la participación enriquecedora de otras administraciones en la misma.

A la luz de todas estas propuestas, que serán remitidas al Parlamento Europeo, a la Comisión y a todos los estados miembros, se entenderá la lejanía en la que se sitúa el proyecto de Ley de Extranjería propuesto por el PP y la difícil herencia para la convivencia que supone.

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Carlos Gómez Gil es director de Alicante Acoge y profesor del departamento de Análisis Económico Aplicado de la Universidad de Alicante. cgomezgil@ctv.es

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