Derecho de admisión
Vivimos en una democracia y, por si alguien no se hubiera percatado, hemos recibido un vigoroso tratamiento en los medios de comunicación, con motivo del paso de un cuarto de siglo. Significa, para alguna gente, hacer lo que le salga de las entretelas, disfrutando de los derechos de pensamiento, reunión, asociación, corte de pelo y todas esas cosas de las que estuvimos despojados durante gran parte de nuestra existencia pasada.A cuenta viene de una vieja advertencia que intentaba el resguardo de supuestas agresiones exteriores y que ahora a nadie se le ocurre exhibir: "Reservado el derecho de admisión". Aunque haya quien, a estas alturas, se disloque de risa, hubo una remota época en la que los lugares públicos estaban llenos de letreros prohibiendo cosas: "Prohibido escupir"; "Prohibido hablar con el conductor" (se refería, ¡agárrense! al que llevaba el tranvía y, después, el autobús); "Prohibido fijar carteles" (que ahora suelen estar cubiertos con mensajes publicitarios; "Prohibido cantar" (en algunas tabernas especificaban: "ni bien ni mal"). En muchos pueblos campeaban en los muros de las iglesias admoniciones tan dispares como "Prohibido blasfemar"; "Prohibido jugar a la pelota", cuando el lugar lo pedía a voz en grito, y otra prevención, con la que se arman un lío periodistas, políticos y locutores: "Prohibido hacer aguas mayores o menores". Muchos creen que los negocios públicos o privados hacen "aguas" en plural, o sea, orinan y defecan en lugar de irse a pique o estropearse, término marinero. Hubo un interdicto público que prevenía de tan deplorable costumbre, bajo multa, que provocó la conocida y sardónica respuesta al bando del señor alcalde de Madrid: "Quince reales por mear, / caramba, qué caro es esto. / ¿Cuánto cobra por cagar / el señor duque de Sesto?"
En mi larga vida sólo he visto prosperar una de estas disposiciones, ignoro por qué misteriosas causas, y es la que proscribe fumar en los transportes públicos, algo relativamente reciente. Hoy, salvo algunos chóferes de autobús, nadie consume cigarrillos en los vehículos colectivos, en los que tuvo que pasarse por una precisa matización "fumar o llevar el cigarrillo encendido", porque siempre hubo puristas que matizaban. Tampoco en el metro, aunque sobrevive la amenazadora pretensión de impedirlo en la totalidad del recinto suburbano.
Leemos que en algunas discotecas de fin de semana se detectan actitudes contrarias a la presencia de menores y el consiguiente despacho de bebidas alcohólicas o sustancias alucinógenas, con la subsiguiente protesta juvenil, que reclama el discutible derecho a intoxicarse. No hay letreros de "Prohibida la entrada a los menores", quizá para impedir que se reúnan en número suficiente para demostrar lo contrario, debate en el que me abstengo de opinar.
Otro asunto donde me considero beligerante, aun sin esperanzas de éxito, es el hábito cada vez más extendido entre los padres jóvenes de llevar a sus hijos, en el confortable cochecito, a los bares, restaurantes y sitios frecuentados por los adultos en las mañanas domingueras.
Un festivo cualquiera, en la barra de uno de aquéllos, unos madrileños cumplimentaban el amable rito, prácticamente desconocido en el resto del mundo, de tomar el aperitivo del mediodía. Un desdichado bebé, de apenas tres o cuatro meses, lloraba y aullaba, a grito pelado, en brazos de la mamá, impotente para reducirlo.
Alguien hizo el comentario de que no era lugar adecuado para lactantes, lo que desencadenó la furibunda y amenazadora respuesta del papá: "¿Es que va usted a negarle al niño su derecho a estar aquí?". Quien había expresado, a media voz, la atrevida opinión, intentó aclarar que un lugar lleno de adultos, donde se bebía, se fumaba y se hablaba en voz alta, no parecía sitio idóneo para esas criaturas. La pueba es que demostraba su descontento de la única manera posible: aullando.
Si creen ustedes que la observación reprobatoria encontró eco entre quienes debieran apoyarla, que eran los empleados o responsables del local, así como entre los clientes, no saben donde viven. Nadie se atrevió a cuestionar los desaforados derechos invocados por el padre, representante legal y constitucional del tierno infante.
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