Plaza del Árbol
La concejala de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Valencia, María Jesús Puchalt, no se lo pensó dos veces cuando ordenó talar estos días pasados el álamo que acreditaba el nombre de la popular Plaza del Árbol, del Barrio del Carmen de esta capital. De ser precavida, debió consultar al cronista de la ciudad, Vicente Boix, y hubiera constatado que la plaza figura documentada desde el año 1372 y que se denominó, sucesivamente y por razón obvia, del Alber (álamo), Abre y Arbre, habiéndose arrancado y repuesto el mismo en más de una ocasión para despejar ese espacio urbano. Tal como ahora se ha hecho, más o menos, a petición de unos vecinos fastidiados por la sombra o la proximidad del ramaje, aunque, contra lo que estos aseguran, sí hubo casi siempre un árbol de la especie que fuere.Pero no es nuestro propósito avivar la memoria o nutrir los conocimientos de la citada edil, sino el de subrayar la celeridad inusual que ha exhibido para responder a dicho requerimiento. Nada que objetar, excepción hecha de que llamamientos más apremiantes que éste, avalados por notas y advertencias policiales, se deben de estar pudriendo en las dependencias municipales. Sin ir muy lejos de la repetida plaza, en la calle Roteros, un andamio corta la calzada desde hace la friolera de tres años, cuando por causas ignoradas se suspendieron las obras que llevaba a cabo la Generalitat sin que ningún munícipe haya roto una lanza para despejar la vía pública o limpiar el basural que allí se acumula.
La referida dejación, e incluso agravada, puede constatarse en decenas de espacios de Ciutat Vella y en no pocos centros históricos del País Valenciano, cuyos residentes -o resistentes- aguantan estoicamente la somnolienta rehabilitación de su entorno. Y todo ello, mientras no cesa el chaparrón de promesas y proyectos restauradores que periódicamente se reiteran con la vitola de novedosos e inminentes. Tantas veces se ha oído la misma historia que ya nadie le presta atención, resignados como estamos al modelo de crecimiento asimétrico que prospera y que se resume en la conocida imagen de una Valencia periférica y opulenta que emerge en contraste con otra que bastante tiene con disimular su anorexia.
Tal es la política al uso desde que, con los albores de la democracia, se fomentó la ilusión de que había sonado la hora de recuperar la ciudad -la ciudad nos hace libres, predicaba el alcalde que lo fue de Valencia, Pérez Casado-, vivificando sus paisajes seculares y hasta blasonados. O sea, y dicho más llanamente, la política al uso es ninguna y hasta puede resumirse en el relatado episodio de la concejala de Parques y Jardines, acerca de la cual apostaría que nunca ha puesto los pies en la mentada plaza, ni en el barrio siquiera, entre otras cosas porque lo más verde, o casi, que en él crecía acaba de talarlo. Confiemos en que nadie le incite a tratar por igual rasero los ficus impresionantes y centenarios de la calle Raga que asimismo lamen las fachadas vecinas. Sería poco menos que un magnicidio, si bien no menor que el que indefectiblemente se perpetra, por mor de la urbanización desarrollista, contra huertas ubérrimas y entrañables.
Aseguran que, según unas nuevas ordenanzas en proceso de elaboración, los promotores de viviendas en los espacios del entorno capitalino vendrán obligados a intervenir en Ciutat Vella, tan saturada de solares y ruinas. Puede ser una solución e incluso una fórmula asumible por muchos municipios valencianos con cascos urbanos históricos. Lo dudoso es que haya voluntad política para acometerla, echándole un pulso al gremio del atobón, instalado como está en la convicción de que todo el territorio es orégano. Pero, ¿queda alguna otra opción, siendo así que también se acaba el chollo de la financiación europea, los famosos fondos Feder, por ser región mendicante? En tanto se sazona esta opción, absténganse de hacer gestos y respeten los pocos árboles que nos quedan.
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