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Tribuna
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Opiniones contundentes

Los más grandes opinadores que he conocido eran los taxistas y barberos de antes, máquinas de hablar sobre las mayores insignificancias y sobre el estado general del universo absoluto. Yo no veía bien esta intromisión en la conciencia del viajero, o del que sólo necesita que lo pelen, hasta que comprendí que tanta palabrería era un signo de hospitalidad. El hablador quería ofrecer conversación a quien entraba en su casa, fuera barbería o taxi: evitar el insoportable silencio entre dos personas a un metro escaso de distancia. ¿Quién no ha vivido un viaje inacabable en ascensor, frente a frente con un ser tan silencioso como uno mismo?Los espías que conozco me han dicho que la gente de paso que toma un taxi o entra una mañana en la barbería por primera vez, extraña, siempre es sospechosa de servir al enemigo. ¿Trabajaba el taxista para la policía? ¿Quería tirarle de la lengua al forastero? Pero el taxista sólo hablaba él y, si te atrevías a responderle, no te oía o te acallaba con alguna opinión contundente. Las opiniones contundentes suelen ser insultantes. Me acuerdo de cuando el Parlamento andaluz celebraba sesiones en las que sus miembros principales se tachaban unos a otros de ladrones y tramposos, sin que nadie acudiera a un juzgado ni presentara pruebas de sus acusaciones: una asamblea de los bajos fondos más que una reunión de representantes del pueblo. Si llamabas la atención sobre tan extravagante espectáculo, te acusaban de añorar el silencio del franquismo.

No es difícil opinar de cualquier cosa: la opinión parece algo muy personal, aunque la compartamos con muchos y, en la mayoría de los casos, nos la haya grabado en la conciencia una voz más poderosa que la nuestra. La opinión, según un clásico, es una agrupación, momentánea y más o menos lógica, de juicios que se encuentran reproducidos en numerosos individuos. El periodista Josep Pla decía que es mucho más difícil describir que opinar: opinar es infinitamente más fácil, así que todo el mundo opina. Felipe Benítez Reyes presenta estos días en Sevilla y Málaga un volumen de estupendos artículos, El ocaso y el oriente, y opina que opinar es estar a un paso de la imprecisión y la injusticia, y que, no hay que olvidarlo nunca, verdades incontestables de hoy pueden ser mañana una incontestable tontería.

Describir es suficiente: Tereixa Constela cuenta un encuentro feminista en Córdoba, donde una afgana habló de su país. En Afganistán una mujer no puede ser operada por un cirujano, pero las mujeres de Afganistán no pueden ejercer la medicina. Una española recuerda que, después de que su marido le pegara, un policía le recomendó prepararle una buena cena al torturador; el médico (ahora el marido había intentado apuñalar a la misma mujer) quiso recomendarle un válium al pobre asesino frustrado. Fernando Arnáiz y Santiago Belausteguigoitia describen en un reportaje el antiguo centro para maricones de la cárcel de Huelva, fundado en 1971, hogar de trabajos forzados y tratamiento clínico, quirúrgico y religioso para homosexuales, considerados enfermos peligrosos. Así eran nuestra ciencia y nuestro bien, nuestras opiniones contundentes de hace poco. O de ayer mismo.

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