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Tribuna:LA REFORMA DE LA SECUNDARIA
Tribuna
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Latín, deporte y enseñanza

El autor resalta la falta de impulso del latín en la reforma de la secundaria del Gobierno. Defiende la recuperación de las "humanidades de verdad" y critica "la introducción prematura de especialismos y tecnologías"

Dos artículos publicados en el EL PAÍS sobre humanidades atraen mi comentario: no en vano yo inicié ese tema en el mismo medio de comunicación en el lejano 1984.Antonio Muñoz Molina, amigo en la Real Academia, ha recordado la famosa frase "más deporte y menos latín", y ha comentado que ahora tenemos, efectivamente, menos latín, pero, a juzgar por los Juegos Olímpicos, no mucho deporte.

Nunca debieran haberse opuesto. La raíz tradicional y humanista, griega al final, del deporte olímpico es conocida. Los autores latinos, una flor entre griega y romana, han sido el centro de la formación humana. Oponer latín y deporte es insensato.

Quise escribir de esto, lo dejé luego, cansado del tema recurrente. Son hechos, no palabras, lo que necesitamos. Pero un segundo artículo, también de EL PAÍS, me incita a escribir: La enseñanza de las humanidades, de Ignacio Sotelo, viejo y culto amigo de aquellos años de la Facultad de Filosofía y Letras, partida luego por gala, ¡ay!, en no sé cuántas, las más sin latín.

Es un artículo melancólico, con un fondo de verdad y unas conclusiones que no suscribo. Los títulos académicos, dice, sólo se justifican hoy si abren las puertas del mercado laboral. Parece una batalla perdida, añade, la de conservar la tradición europea, la que centraba la enseñanza media en las lenguas clásicas y las ciencias naturales. "Cada vez son menos los que se angustian ante la barbarie que se aproxima", clama.

No se atreve a resistirla. Se contenta con que se sepa leer a Shakespeare en inglés y a Cervantes en español.

Pero la barbarie no se aproxima, está ya aquí y hasta tiene sus pontífices. Está en el especialismo no precedido por unos conocimientos generales. En la rotura con la historia cada día, salvo en rituales aniversarios, pretexto para viajes y ceremo-nias. En el consumismo rampante, que es nuestra nueva teología. En los currículos en que todo es igual a todo y lo más antiguo e importante, nuestras raíces, está ahogado entre opcionales frívolas y de aprobado fácil. En alumnos selváticos a los que se prohíbe suspender o echar, sin más, del centro.

Y yo digo: ¿cuál es la misión del Estado? En lo económico y social es buscar soluciones equilibradas y solidarias, evitar los límites extremos del individualismo prepotente y la pobreza miserable, porque riqueza y pobreza extremas son igualmente peligrosas, decía Platón. Y si el Estado no hace esto, ¿quién si no?

Pues bien, ¿por qué en lo cultural no va a ejercer el Estado igual poder moderador? Si hay tendencias anticulturales que arrasan, obra del consumismo, de la amnesia histórica, de televisiones y cortovisiones, de pedagogismos niveladores a la baja, de la guerra a la memoria, ¿por qué el Estado ha de ser pasivo ante todo esto?

El Estado es un corrector de toda clase de regresiones deletéreas. Defiende, por ejemplo, la Constitución frente a la rebatiña. Pues bien, si somos impotentes ante las regurgitaciones me-diáticas, ¿no puede, al menos, el Estado ejercer su papel regula-dor? ¿Ofrecer "otra cosa" para que, al menos, el individuo conozca otra cosa? Y pueda decir: esto no me gusta.

Me temo que Sotelo no distingue entre los niveles de la en-señanza. Hay, claro, la especialización. Es, junto con las técnicas que llevan al progreso y, de paso, a ganarse a vida, muy respetable. Pero antes de ella, y aun al lado de ella, debe haber un contrapeso cultural: el de los datos, las ideas, la crítica, los modelos. Y España.

El Estado ha abdicado en buena medida. Muchos desesperan, Sotelo desespera. Se le ocurre sustituir a los clásicos antiguos por Shakespeare y Cervantes. Solución falsa. Para el hombre inculto son igual de remotos. Vean, vean si no la horrible Vida es sueño -de Calderón supuestamente- que sufrimos hace bien poco a manos de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Desconfiando, sin duda, de un Calderón-Calderón, lo sustituyeron por gritos y chocarrerías, el viejo rey en cueros y otras amenidades. No es eso, no es eso.

No: están muy bien Shakespeare y Calderón, pero los de verdad. Y los clásicos griegos, cuando se ponen en escena "de verdad" o cuando se traducen, atraen a miles, miles de espectadores y lectores, aquí mismo en España.

Hay una esperanza, hay también gente para la cultura. No caigamos en el pesimismo de eliminar de la secundaria las humanidades de verdad, cambiándolas por ese dirty food que a veces se prodiga bajo los títulos especiosos de lo lúdico, lo próximo al alumno, lo fácil (¡todos para adentro!), el todo igual a todo, las adaptaciones curriculares, la introducción prematura de especialismos y tecnologías, los intereses creados. No: hay muchos jóvenes a quienes la verdadera cultura los atrae cada día. No la abandonemos, no los abandonemos. No seamos tímidos.

El caso del latín es prototípico. Yo he elogiado y elogio el valor de Pilar del Castillo cuando intenta que en todos los rincones de España se conozca a los creadores de España (de to-da), a los que la reconquistaron, a quienes la han hecho llegar a lo que es hoy. Cuando propone en humanidades un segundo curso de griego (no obligatorio, ojo): uno solo es una broma de mal gusto. Cuando favorece la Filosofía. Cuando intenta que en todos los centros se oferte la cultura clásica, aunque sea tibiamente, ahogada por la jungla incontrolada de las opcionales.

Pero me da melancolía el paso cansino, en enseñanza secun-daria, de la búsqueda del tiempo perdido. Tengo un cuadro comparativo del proyecto de Díaz Ambrona, de los frustrados decretos de diciembre del 98 y del proyecto de ahora. Cada uno rebaja el anterior. El prototipo es el latín. Ni se menciona. ¡Ni dos ni un curso de latín obligatorio para alumnos de humanidades y ciencias sociales! Somos el país de Europa en que más se maltrata al latín. ¡En humanidades!

Y del latín viene nuestra lengua ("nuestra": también el catalán y el gallego y la mitad del léxico vasco). Produce rubor. Y ello después del manifiesto del 97, que firmaron las figuras más señeras de las intelectualidad española.

¿Qué creen que harán nuestros alumnos cuando compitan en Arpino en el certamen internacional de latín o en Delfos en el de griego? Alumnos que han estudiado dos años de latín, uno de griego, frente a alemanes u holandeses que han estudiado cinco.

Esto se respiraba, se mascaba el otro día en la reunión de la Junta de la Sociedad Española de Estudios Clásicos. Hay alumnos preparados, campo abierto a la siembra, al esfuerzo. Hay profesores. Entonces, ¿por qué?

Y en la ESO, vengan materias lúdicas, vengan opcionales, vengan tecnología (la III fue el verdugo del latín), venga el pro-poner niveles ínfimos, venga el obligar a hombres de 16 o más años que no quieren estudiar, su vocación es otra, a hacer de poste en las clases, a sufrir, a estorbar. A desmoralizar a profesores y alumnos. Y no hay armas legales.

Todos sabemos que el rey va sin camisa. Pues sigue sin ella. Y ¿por qué? ¿Desconfianza? ¿Miedo a los problemas políticos? Alguien "no ha de callar". Las cosas tienen arreglo y tienen arreglo las humanidades. Un esfuerzo está intentándose. Pero es un tirón lo que haría falta. Y todos deberían ayudar, sin poner su honor en defender los errores del pasado. "¿Por qué no un consenso en educación?", escribí en EL PAÍS hace unos meses.

Pero un consenso basado en aprender de los errores. A la barbarie ambiental es la escuela la que tendría obligación de hacerle frente. Y un profesorado con autoridad.

Sea popular o no, que lo sería.

Francisco Rodríguez Adrados es miembro de la Real Academia Española.

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