Los héroes de La Elipa
Una fuente luminosa, modelo estándard con sus discretos surtidores amarillos, realza y centra esta plaza sin nombre ni apellidos, encrucijada anónima y populosa del barrio de La Elipa, al otro lado de la M-30, que forman la avenida del Marqués de Corbera y la calle de José Luis de Arrese, un falangista acérrimo de primera hora al que Franco aparcó en el Ministerio de la Vivienda para quitárselo de encima en la Secretaría General del Movimiento, donde ejercía el liderazgo de los llamados falangistas puros, fundamentalistas, que todavía incordiaban de vez en cuando con lo de la revolución pendiente, aunque ahora lo hicieran desde sus poltronas, durante la sobremesa, en voz baja y con unas copas de más.A José Luis de Arrese, que era arquitecto, le puso Franco a jugar a las casitas en un ministerio sin relevancia política, pero con mucha relevancia social y propagandística. La erradicación del chabolismo exigía un febril alzamiento constructivo, un edificante esfuerzo que rápidamente asumieron y cargaron sobre sus hombros y sus empresas algunos prohombres del régimen, forjadores de un nuevo imperio inmobiliario, constructores de una muralla de bloques y almenas de ladrillo y hormigón, ciudadelas surgidas de la especulación, la corrupción y el amiguismo.
En los portales de La Elipa campean todavía las placas conmemorativas de esta gesta inmobiliaria con el cuño del yugo y de las flechas. Como los núcleos vecinos de La Concepción y de San Blas, La Elipa creció en los años cincuenta como barrio suburbial del extrarradio para dar alojamiento a las oleadas de inmigrantes de posguerra, que, en contra de los deseos del régimen, se habían negado a morir de hambre dignamente en los empobrecidos campos arrasados por la contienda y ahora luchaban por la vida en los arrabales de la capital conquistada por los vencedores.
Cumplir con el objetivo social sin renunciar a los beneficios económicos, o lo que es lo mismo, enriquecerse construyendo casas para pobres subvencionadas por el Estado, debió de ser para los constructores todo un reto que superaron con desparpajo prescindiendo de cualquier concesión a la estética, ahorrando en los materiales y diseñando dos tipos de cajas de zapatos, en horizontal (bloques) y en vertical (torres) según las características del terreno.
Hasta que pusieron la fuente de los chorritos luminosos, el icono más representativo de esta glorieta sin gloria era el dragón sedente que preside una zona de juegos infantiles. El fingido monstruo que no arroja fuego, sino niños, por su boca aparecía brevemente en los títulos de crédito de Barrio Sésamo como tótem de la entrañable pandilla de Espinete, Don Pimpón, Epi, Blas y la rana Gustavo. Hoy, el dragón, algo desescamado, con la piel tatuada de torpes inscripciones, sigue dando la espalda a un bar desde el que los adultos pueden controlar a sus vástagos para que no abandonen su refugio circundado por el tráfico de Marqués de Corbera.
Sobre los méritos que contrajo el mencionado marqués para que le adjudicaran tan anchurosa avenida, nada encontró el cronista en sus archivos. Caprichosa y enigmática es la nomenclatura del plano madrileño, que a pocos metros de aquí dedica una vía de menor entidad a un tal Pablo Lafargue. Tal vez se trate de Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx y autor de ese panfleto esencial titulado El derecho a la pereza; irónico huésped infiltrado en nuestro heteróclito callejero.
Por Marqués de Corbera suben discretas y motorizadas las comitivas fúnebres camino del cementerio del Este, o necrópolis de la Almudena, ante la indiferencia de los viandantes, habituados al paso de la muerte por sus calles. En lo alto de la empinada cuesta que forma el paseo abundaban los talleres de los marmolistas artesanos de lápidas y panteones entre humildes y precarias viviendas, últimos vestigios del erradicado chabolismo en una zona que con la expansión de Madrid perdió su condición de suburbio y extrarradio.
El ladrillo visto y el hormigón armado forman cuadrículas anónimas que desorientarían al más pintado de los cronistas, taxistas o carteros, tres gremios que se jactan de conocerse al dedillo el callejero de la urbe. Los rótulos de los comercios de sus bajos, tabernas y cafeterías, peluquerías y bazares de todo a cien, tiendas de moda y confección, tampoco contribuyen a dar pistas, clónicos de otros tantos establecimientos de otros tantos barrios madrileños, idénticos para todos menos para los vecinos de la zona, que sabrían distinguir su bar favorito con los ojos cerrados por el aroma de sus guisos y sus tapas.
El cronista no ha sabido dar tampoco con el origen del nombre de La Elipa, pero, con el mismo desparpajo que usan en semejantes ocasiones sus colegas, aventura la hipótesis de que su etimología provenga de una tal Felipa, vecina o propietaria de terrenos en estos contornos, a la que en una redundante elipsis le quitaron la efe y tal vez le expropiaron su chabola o sus tierras.
La joven historia de La Elipa tiene sus héroes, jóvenes, malditos y consecuentemente muertos. A mediados de los años setenta, cinco adolescentes del barrio formaban un peculiar grupo de rock primitivo y visceral, Burning, que comenzó cantando en un inglés macarrónico y escandalizando a sus mayores con sus descaradas y provocativas actitudes en el escenario, como una versión doméstica y menos domesticada de Los New York Dolls. El "rock bronca", el "rock macarra" (así escribían los críticos de entonces) de Burning sin perder sus aristas evolucionó, cambió de idioma y creó temas más incisivos, auténticos himnos como Jim Dinamita, autobiografía de uno de los duros de este barrio duro: "Tú no sabes quién soy yo, pero has oído mi nombre... Jim Dinamita soy yo y puedo hacerte un coco... En La Elipa nací y Ventas es mi reino y para tu papá, niña, soy como un mal sueño...¡Jo! si tu mamá supiera dónde tienes que besarme cuando quieres verme sonreír".
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