Alan Greenspan, el oráculo que no puede hablar claro
"Sé que están convencidos de haber entendido lo que creen que he dicho, pero no estoy seguro de que se den cuenta de que lo que han oído no es lo que yo quería decir". Esta frase la pronunció Alan Greenspan ante el Comité de Finanzas del Senado de los Estados Unidos y es un perfecto ejemplo de su oratoria. Greenspan ha llegado a ser tan poderoso que no puede permitirse el lujo de hablar claro: los mercados le escuchan con tanta atención, y le consideran tan infalible, que sus mensajes han de ser crípticos, susceptibles de interpretación, incluso contradictorios. Si no, el efecto es demasiado brutal.Ayer, bastó que se refiriera a la necesidad de permanecer alerta ante la posibilidad de un enfriamiento excesivo para que los inversores echaran carretadas de dinero sobre Wall Street. No dijo que estuviera pensando en bajar los tipos. Pero eso es lo que los analistas, acostumbrados a descifrar sus subjuntivos y sus silencios, captaron. Nunca un presidente de la Reserva Federal había sido tan reverenciado. En realidad, se trata de un cargo sin mucho poder. La Reserva es una institución descentralizada y el presidente tiene el mismo voto que los presidentes de las doce reservas regionales.
Ex clarinetista
La autoridad de Greenspan, ex clarinetista y doctorado en Económicas hace sólo 23 años, es personal. Lo cual no deja de ser curioso tratándose del ex presidente y propietario de Townsend-Greenspan, una sociedad de analistas de Wall Street cuyas previsiones sobre inflación figuraban sistemáticamente entre las más erróneas del año. En el catálogo de fiabilidad de la Reserva Federal, Townsend-Greenspan llegó a figurar en penúltimo lugar. Greenspan nunca ha presumido de pronosticador. Analiza el presente y su capacidad de acumulación de datos es legendaria. A veces, entre sus amigos del Colectivo (un club ultraliberal del que formó parte), aceptaba someterse a preguntas al azar, del tipo "¿cuál fue la cuota de ocupación de las empresas de transporte por carretera en noviembre pasado?", y nunca fallaba. Fue asesor de Nixon y de Ford. Reagan le nombró presidente de la Reserva por sus credenciales ultraliberales; Bush le mantuvo a regañadientes (siempre le ha culpado de su derrota ante Bill Clinton, por no insuflar un poco de ánimo a la economía antes de las elecciones), y Clinton le creyó cuando, recién elegido, le dijo que la prioridad era reducir el déficit. Ha cometido serias equivocaciones (como no prever la recesión en que concluyó la era Reagan-Bush), pero su magistral papel durante la crisis asiática de 1998 le proporcionó un aura que ya no se ha desvanecido.
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