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Tribuna
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Correo violado

Todo el mundo tiene derechos. Los criminales tienen derechos. Los ladrones, los narcotraficantes y los violadores también tienen derechos y en eso consiste una democracia, en que nadie aplaste a nadie, sea quien sea y por terribles que parezcan sus culpas. Desde luego, esa teoría es mucho más fácil de defender y ese equilibrio es mucho más fácil de guardar cuando miras el dolor desde lejos que cuando es tuyo, cuando alguien te recuerda que el Estado no puede asesinar a quien ha asesinado a tu marido o tu mujer, ni puede destruir a quien ha violado a tu hija, ni puede encerrar de por vida en una cárcel a quien a ti te ha quitado algo para siempre. Así debe ser, porque es de esa manera, y no con cámaras de gas, inyecciones letales, ahorcamientos o sillas eléctricas, como la ley se hace más justa y más fuerte que quienes se la saltan.Sin embargo, en muchas ocasiones la ley, y todos esos negociados en que se divide -las comisarías, los jueces, los abogados, los recursos, las apelaciones, los tribunales, las audiencias...- toman decisiones que nadie comprende, le buscan atenuantes a matar a una compañera de trabajo con una pala, dicen que pegarle veinte puñaladas a alguien no es un síntoma de ensañamiento o permiten que un hombre denunciado quince o veinte veces por su compañera siga tranquilamente en su casa dando más palizas, hiriendo una vez más, rompiendo otro hueso, abriendo otra herida que, tarde o temprano, acabará por ser la última, la herida mortal. Todo el mundo debe conservar sus derechos, incluso en las situaciones más perversas, pero lo extraño es que a veces los verdugos parezcan tener más que sus víctimas, eso sí que resulta difícil de aceptar.

Supongo que, en cierto sentido, esas cuestiones podrían explicarse con aquella vieja sentencia de que quien hizo la ley hizo la trampa, pero quizás convendría revisar, en ciertos casos, el modo en que las personas comunes, los que no somos ni defensores ni fiscales, valoramos determinadas noticias, determinados actos. Y lo mismo podría decirse de la forma en que lo hacen los medios de comunicación.

Estos días ha habido un buen ejemplo de lo que decimos. Es un ejemplo menor, no se trata de un delito gravísimo, de ninguna monstruosidad. Pero sí de un hecho común, algo que, ahora mismo, aquí en Madrid igual que en cualquier parte, está sucediendo otra vez. Me refiero al caso de ese empleado que ha sido despedido por su compañía, acusado de utilizar la cuenta de correo electrónico de la empresa para hacer llamadas o contactos personales. Olvidémonos de ese hombre concreto, no podemos tener una opinión formada sobre su falta porque no estamos seguros de que la haya cometido, sólo tenemos la palabra de sus jefes y hasta que no se demuestre lo contrario, se trata de una persona inocente. Pero podemos quedarnos con la fechoría.

La mayor parte de las informaciones que se han escrito o radiado sobre ese caso han sido favorables al infractor y contrarias a la empresa, han hecho hincapié en la falta de respeto a la intimidad del hombre que, al parecer, la estafaba, y en la conducta ruin y anticonstitucional de quienes revisaron su correo electrónico para probar el pequeño delito. Repito que aún no sabemos qué ha pasado exactamente en ese caso y añado que, incluso si se probara que el internauta gorrón hizo lo que dicen que hizo, tampoco estoy muy seguro de que ésa sea un motivo lo suficientemente grande como para que lo echen de su trabajo. Pero les voy a decir lo que pienso: una empresa no puede permitirse el lujo de tener en nómina a gente que pierde media jornada laboral chateando con los amigos o navegando por Internet. Ustedes conocen a personas de esa clase, las han visto en sus oficinas lo mismo que yo las he visto en las mías: llegan por las mañanas, sacan su agenda, levantan el teléfono y, mientras otros compañeros cumplen con sus obligaciones, ellos aprovechan para llamar gratis a todos sus amigos o a su familia, para resolver sus asuntos. Ustedes, igual que yo, les han visto hablar o navegar durante horas, con todo descaro. ¿Les han parecido los buenos o los malos de la historia? ¿Por qué se mezcla un comportamiento como ése con la inviolabilidad del correo electrónico de los ciudadanos, el correo que esos ciudadanos pagan de su bolsillo?

Todo el mundo tiene derecho, también los caraduras. Pero que tengan derechos no significa que tengan razón. Estaría muy bien que nadie lo olvide.

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