Ernest
Desde que adquirí el compromiso de escribir un artículo mensual en estas páginas, descubrí que tenía un carácter ansioso que antes ignoraba. Me siento inseguro si no tengo pensado el tema de al menos los tres próximos meses. Es cierto que me han dicho que eso le ocurre a todos los principiantes hasta que se dan cuenta que siempre la realidad les procura suficientes noticias para comentar. Pero jamás pude imaginar que el motivo del cambio de tema sobre el que había pensado escribir este mes, fuera algo tan brutal como el asesinato de Ernest Lluch.No voy a dedicarme a glosar su inteligencia, ni su obra intelectual, ni su trayectoria política. Otros lo han hecho ya, y por supuesto mucho mejor de lo que yo podría hacerlo. Tampoco voy a gastar tiempo en condenar a los mafiosos de sus asesinos, por la misma razón por la que tengo a veces la sensación que cuando vamos a manifestaciones por los asesinatos, les estamos haciendo el juego a los mismos asesinos. Me apetece contar anécdotas de su vida, no voy a decir que para que se le conozca mejor -sería una petulancia- sino simplemente porque me apetece.
Conocí a Ernest poco antes de la muerte de Franco cuando Manolo Broseta me rescató para la vida universitaria y política. Me desplazaba entonces una vez a la semana desde Alicante a Valencia a dar clases, y también a conspirar. Por el departamento de Derecho Mercantil venía con frecuencia un joven y brillante profesor agregado de Económicas que siempre estaba en el centro de cualquier intento de creación de un socialismo valenciano autónomo, e inmediatamente simpatizamos. Recuerdo especialmente una comida -ya muerto Franco- en la que Ernest intentaba convencernos a Broseta y a mí para que lideráramos un proyecto de centro-izquierda moderadamente nacionalista. Su análisis era brillante y partía del hecho de que el PSPV, tenía una considerable presencia en los círculos intelectuales y universitarios, que su implantación entre los trabajadores vendría dada como consecuencia de la insignificancia del PSOE en aquellos momentos, mientras que la fuerza del Partido Comunista era más aparente que real. Pero para el triunfo del proyecto era necesario tener una cierta credibilidad entre la burguesía, y para ello era necesaria la presencia de gente como Manolo o yo mismo. En honor a la verdad Broseta estuvo de acuerdo con la mayor parte de ese planteamiento, pero yo lo rechacé porque creía -y así lo dije- que Ernest aplicaba moldes catalanes al análisis de la sociedad valenciana, con la que yo era muy crítico. Además, mis sentimientos nacionalistas -de cualquier tipo- eran muy escasos, por no decir inexistentes. Ahora pienso que los mismos asesinos han acabado con dos de mis comensales de aquel día, y creo que siento más tristeza que rabia.
Años después, siendo ambos diputados socialistas, y él ya ex ministro, ante un grupo de amigos le recordaba la anécdota y su error de intentar contar conmigo para un proyecto nacionalista, y él respondió con la rapidez y gracejo en él habituales: "Si me hubieras hecho caso, antes habrías llegado al PSOE". El caso es que no cejó en su intento y ya poco antes de la convocatoria de las elecciones de 1977 intentó convencerme para que fuera candidato en un posible acuerdo de Senadores por la Democracia.
Cuando era ministro de Sanidad y le visitaba por algún motivo -generalmente, el hospital de la Vega Baja- despachábamos el tema rápidamente y nos poníamos a hablar del Barça. Yo entonces era un culé más militante que ahora -desde que los árbitros le pitan a favor siento mucho menos fervor por ese Barça con el que yo me identificaba cuando le pitaban en contra penaltis inexistentes- y me maravillaba de los cálculos de Ernest, cuando a falta de seis partidos por disputar y cuando el Madrid nos sacaba ocho puntos de diferencia -entonces al ganador se le adjudicaban dos puntos-, me aseguraba que la Liga era nuestra. Lógicamente, como buen economista, se equivocaba.
Cuando dejó de ser ministro paseábamos con frecuencia y visitábamos algunas librerías madrileñas. A él le debo que me descubriera la que creo es la única librería especializada en poesía que existe -la librería Hiperión-, de la cual era asiduo cliente. De esos paseos, en los que huíamos de alguna que otra tediosa sesión del Congreso, le recuerdo como el mejor narrador de anécdotas que conozco.
En la tribuna del Congreso tenía unas intervenciones muy brillantes, a pesar de tener que superar el obstáculo de expresarse en una lengua que no era la suya materna. Siempre recordaré el debate, creo que era la moción de confianza promovida por Suárez, en el que se presentaba un nuevo Gobierno cuyos hombres fuertes eran Calvo-Sotelo y Martín Villa. En unos momentos de cierta tensión Ernest dijo: "Nunca he sabido por qué se llamaba banco azul; pero ahora lo entiendo porque unos vienen del banco, y otros del azul".
Como una paradoja habitual, muchos de quienes ahora le alaban le criticaron porque obtuvo la cátedra siendo ministro, pero a mí esa imagen de un ministro en la Biblioteca Nacional estudiando como un opositor cualquiera me llenaba de ternura y también de cabreo con sus críticos que ocultaban que él era profesor agregado por oposición y que los agregados se convertían en catedráticos por haberlo así dispuesto la Ley de Reforma Universitaria, conversión automática a la que renunció por haber formado parte del Gobierno que promovió esa ley.
No me resisto a contar una última anécdota. En un debate en el Congreso y en una de las últimas filas nos encontrábamos Paco Ordóñez, Ernest y yo hablando de lo humano y lo divino cuando subió a la tribuna Tierno Galván y Ernest nos dijo: "Escuchadlo con atención, que os sirve para la misa del domingo". Ése, con esa ironía y esa pizca de maldad, era también Ernest Lluch.
Luis Berenguer es eurodiputado socialista.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.