Una ocasión perdida FRANCESC DE CARRERAS
Tras su trágico asesinato y con el paso de los días, la dimensión cívica y la presencia pública que Ernest Lluch tenía en nuestra sociedad se ha ido agrandando, y a medida que todo ello sucede, se hace cada vez más evidente que será imposible sustituir el punto de referencia que constituía su irrepetible, poliédrica y combativa personalidad. La reacción ciudadana ante su muerte ha sido espléndida, digna de él y de lo que significaba, abarcando un espectro mucho más amplio que el de sus estrictas posiciones políticas e ideológicas. Ha sido, además, el testimonio de una sociedad democráticamente madura, plural y tolerante. Ello se ha reflejado en los medios de comunicación, en las conversaciones privadas, en las reacciones espontáneas de la gente más diversa, y se puso de relieve sobre todo en la gigantesca manifestación que desbordó el paseo de Gràcia barcelonés.Sin embargo, la fuerza de este sentimiento ciudadano se ha desperdiciado, ha sido de nuevo otra ocasión perdida para reforzar lo que debería ser el primer objetivo frente al terrorismo: la unidad de los demócratas. Comenzando por la irresponsabilidad de Gemma Nierga -que confundió su papel de mera locutora con su profesión de periodista- hasta muchos de los comentarios de los días posteriores, la apropiación que cada uno ha hecho del sentido de la manifestación ha sido una muestra de cómo el terrorismo es utilizado interesadamente por partidos y personas de distintas tendencias políticas e ideológicas, de cómo se ha tratado de simplificar una compleja situación intentando, ingenua o interesadamente, encontrar soluciones fáciles -diálogo, negociación- a problemas muy difíciles.
Una manifestación contra el terrorismo -parecida, en cierta manera, a las manifestaciones unitarias de final del franquismo y principios de la transición- es siempre reflejo de muy distintas sensibilidades: los motivos por los cuales se acude a ella son diversos y todos ellos legítimos. Querer apropiarse de su intención y sentido de forma unilateral hace que muchos - o pocos, da igual- se sientan manipulados. Cuando una manifestación de este carácter tiene un lema definido, hay que atenerse a él: cualquier desviación lo único que hace es dividir y sembrar desconfianza.
Desgraciadamente, es lo que ha sucedido: se han ahondado las diferencias entre el PP y las demás fuerzas democráticas, se han mostrado más desunidos que nunca los socialistas - los catalanes han dicho una cosa; los vascos, otra, y Zapatero ya no sabe qué decir- y muchos ciudadanos que no están incondicionalmente ni con unos ni con otros se han sentido desconcertados en tan confuso panorama. Ante él, cabe destacar el tono general de los medios de comunicación catalanes, que mayoritariamente han culpado al Gobierno de Aznar de la grave situación en el País Vasco, que comienza a extenderse en el resto de España. Esta inculpación tan generalizada al PP es debida, muy probablemente, a la fuerza del nacionalismo transversal en Cataluña, que aun admitiendo que el PNV se ha equivocado gravemente con el Pacto de Lizarra, intenta por todos los medios disculparlo a base de echar la culpa de la situación creada a la falta de diálogo del PP con los nacionalistas vascos. La solidaridad entre afinidades ideológicas es comprensible, pero los hechos no parecen fundamentar sus argumentos. Veamos.
En primer lugar, quien rompió el foro de diálogo entre demócratas que representaba el Pacto de Ajuria Enea no fue el PP, sino el PNV, el cual, a renglón seguido, apostó por el Pacto de Lizarra, que respondía a una lógica distinta: el acuerdo no se hacía entre los partidos democráticos, sino entre los partidos nacionalistas vascos -incluido aquel que no condena nunca la violencia-, e implicaba romper todo pacto o relación con los partidos estatales. ¿Quién empezó, por tanto, a dividir al País Vasco en un bloque nacionalista y otro no nacionalista? Es evidente que los frutos de Ajuria Enea eran escasos y la arriesgada apuesta del PNV tenía sus razones y su lógica: atraer a HB al campo democrático e institucional. Pero ahora, tras 21 muertos y el miedo -es decir, la no libertad- en el cuerpo de tantos ciudadanos, su fracaso es más que evidente.
Sin embargo, en segundo lugar, el PNV no rectifica. A pesar de los desprecios de que ha sido objeto por parte de HB, el PNV se mantiene en Lizarra, forma parte de Udalbiltza -fruto principal del pacto- y, por tanto, sigue estando coligado con HB, sigue siendo compañero de aquellos que todavía no han condenado ningún asesinato y ningún acto de violencia, no da ningún paso para entrar a formar parte del bloque de partidos democráticos. Si el objetivo más inmediato para hacer frente a ETA es la unidad de los demócratas en el País Vasco - en ello estamos casi todos de acuerdo-, lo primordial no es el diálogo, sino que el PNV y EA cambien de bando, rompan el pacto con HB y se pasen al bloque democrático. Sólo allí encontrarán interlocutores para comenzar a dialogar en serio.
Hay, sin duda, muchas razones para el pesimismo, pero también hay, incluso a corto plazo, algún motivo de esperanza de poder llegar a la unidad de los demócratas, al diálogo entre ellos y a un Gobierno fuerte en Euskadi que pueda hacer frente a la violencia etarra. En primer lugar, la principal responsabilidad en el PNV de la opción de Lizarra es de Arzalluz y de Joseba Egibar. Algunos dirigentes del PNV ya discreparon del pacto en el momento de su firma, otros se han añadido después. La impresión actual es que los partidarios de seguir en Lizarra están en franca minoría. Lo han puesto de manifiesto en los últimos tiempos casi todos los pesos pesados del partido: Ardanza, Atutxa, Anasagasti, Arregui, los hermanos Guevara, Urkullu y el alcalde de Bilbao, entre otros. Algo parece estar cambiando en el PNV. En segundo lugar, el minoritario Gobierno de Ibarretxe, de acuerdo con los principios más elementales del sistema parlamentario, no puede seguir aferrado al poder. Las elecciones están próximas y, sea cual sea el resultado, un nuevo Gobierno, con el PNV o sin él, es necesario para rectificar la política de seguridad pública y proteger las libertades, hoy seriamente amenazadas. Ahí sí que un Gabinete de concentración sería ideal.
Naturalmente todo ello no solucionaría por sí solo la amenaza terrorista de ETA, pero podría ser el comienzo de una nueva etapa.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB
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