El diálogo y su mitificación
Han matado a uno de los nuestros, hemos oído decir sobre el asesinato de Ernest Lluch. ¿No era nuestro el concejal del PP de Sant Adrià? ¿No son de los nuestros -aunque sólo fuera por la elemental solidaridad de compartir el mismo verdugo- todas y cada una de las víctimas de ETA, sin diferencia de clase, condición o lugar geográfico? Evidentemente, la proximidad agrava el dolor y la tristeza. Todas las víctimas son iguales pero la muerte de un amigo, un colega o un vecino no es igual a cualquier otra. Pero decir que Lluch era uno de los nuestros tiene además una dimensión política. Se está diciendo que ETA ha matado a un catalanista, que era un signo evidente de la personalidad de Lluch a pesar de que sus contradicciones -todos las tenemos- un día le llevaran al patinazo de la LOAPA, que por otra parte arrastró siempre con gran incomodidad. Por primera vez ETA habría atacado al catalanismo. Y esto ha sido un factor añadido al desasosiego. Es una interpretación discutible, porque los criterios de selección de las víctimas por parte de ETA son tan aleatorios que es difícil asegurar que le mataron por catalanista. En cualquier caso, lo que es seguro es que este asesinato amplía la socialización del terror: aumenta el número de gente que se siente amenazada. Por ejemplo, al campo de los catalanistas.El catalanismo había vivido siempre en la creencia de que este conflicto no era el suyo, mirando con distancia -y con consternación en los momentos dolorosos- una cuestión que se entendía que concernía a los vascos y al Gobierno de España. El arquetipo de este planteamiento fue Convergència i Unió. La doctrina de Pujol sobre el terrorismo era clara: apoyo ciego -es decir, sin querer saber nada de la letra pequeña- al Gobierno, fuera socialista o popular, y solidaridad incondicional con el PNV, en tanto que hermano ideológico. Esta actitud de apoyo sin querer saber lo que pasaba les impidió criticar al Gobierno socialista por los GAL y les embarcó, a través de la Declaración de Barcelona, en una maniobra de apoyo al pacto de Estella, que, desde que se torcieron las cosas, se ha intentado aparcar y minimizar. Tampoco los socialistas catalanes -a excepción de personalidades singulares como el propio Lluch o Pasqual Maragall, por ejemplo, en el último debate de política general del Parlamento catalán- habían tenido en sus prioridades la cuestión terrorista, que entendían correspondía a sus correligionarios vascos y españoles. De modo que el catalanismo se ha sentido interpelado por el asesinato de Lluch.
Y esta interpelación ha contribuido a redoblar el clamor periférico en favor del diálogo. Las identificaciones colectivas se construyen contra alguien -contra ETA en este caso- y dando prioridad a una señal determinada. El diálogo fue la señal que permitió volver a sentirse juntos -en tiempos en que el individualismo rampante da pocas oportunidades a las sensaciones colectivas- para compartir el dolor y hacerlo más soportable. El diálogo era un signo que llevaba muchos valores añadidos. El primero, por supuesto, la memoria de Lluch, que se ha sintetizado en su estilo dialogante. Y el segundo, que la ciudadanía vio en la petición de diálogo un modo elegante de pedir a los políticos en general, pero al Gobierno español muy en particular -representado por el propio Aznar- que hagan algo, que hablen, porque no se puede seguir así.
Sobre estas dos piedras se ha ido construyendo todo un proceso de mitificación del diálogo sobre el que hay que andar con mucho tiento porque podemos entrar en un período abonado a las llamadas soluciones imaginativas que a la larga no sirva más que para aumentar la frustración y la confusión. El diálogo ha servido para reconstruir un lugar ideal de la cultura política catalana -que parecía ya superado: un espacio en el que están todos menos el PP, que es en el fondo el sueño narcisista que une todavía al nacionalismo y a la izquierda catalanista. De esta fantasía ha sido beneficiario principal el lendakari Ibarretxe, que ha recibido una acogida que no se corresponde con sus responsabilidades en la incomunicación entre los gobiernos de Vitoria y Madrid. Como consecuencia de este reencuentro del catalanismo con una arcadia sin intrusos que forma parte de las entelequias de la transición, ha reaparecido la autocomplacencia: volver a sentirse como vanguardia de España, algo que no había ocurrido desde los años sesenta o desde las movilizaciones de la primavera de 1976. De pronto Cataluña recupera un lugar común que la realidad de los últimos tiempos había puesto en sordina: la tierra avanzada que puede dar lecciones a unos y a otros. No estaría de más mirarse un poco al espejo, repasar nuestra experiencia democrática y ver hasta qué punto estamos en condiciones de seguir creyendo que "somos los mejores". Pero es verdad que todo impulso colectivo se construye siempre sobre alguna forma de autoengaño o de ilusión. De modo que hay que preguntarse si el diálogo, además de como señal neoidentitaria, sirve para avanzar en la resolución del problema. O por lo menos para cambiar el clima de pesimismo dominante. De momento ha tenido un efecto como revulsivo. El estancamiento al que había conducido la intransigencia de Aznar, que es su modo de entender la firmeza, y la huida hacia adelante del PNV se ha visto por unos momentos agitado. Aznar ha encajado como un golpe lo que debía ser un motivo de reflexión. Y ha lanzado a toda su plana mayor a la descalificación del diálogo, sin reparar en los modos. Los escasos resultados que su política antiterrorista está dando deberían, por lo menos, hacerle medir sus palabras. Por el lado nacionalista vasco, algo parece haber calado: veremos si las buenas palabras de ahora persisten cuando Ibarretxe, de vuelta al hogar, se vaya olvidando del generosísimo trato recibido en Cataluña.
Desde Cataluña se puede aportar sobre todo una experiencia de relativización de los grandes tabúes: reforma de la Constitución y del Estatuto, autodeterminación. La idea de que todo puede plantearse si no hay violencia de por medio, siguiendo los pasos democráticos, sin atajos ni acelerones, pero que ninguna de estas cosas merece la fractura social y mucho menos la muerte. Y quizás esta idea sea la causa de la irritación de Aznar. Porque es la que abre perspectivas de futuro.
No nos engañemos ni engañemos a nadie. Las posibilidades de conseguir resultados por el diálogo son mínimas. ETA sabe que sin la violencia no existe. Y en ningún momento ha demostrado realmente intención de dejar de matar: nunca ha puesto la cuestión de los presos por delante, que es el síntoma inequívoco cuando un grupo terrorista quiere buscar una salida. El diálogo debe ser con los nacionalistas vascos. Y debe ser con el compromiso de que en un futuro sin ETA será la legitimidad democrática la que decidirá, sin obstáculos extralegales por ninguna parte. Y desde esta confianza, retomar la unidad democrática. Éste es, hoy por hoy, el único diálogo posible. El que se le pide a Aznar y el que Aznar no quiere. Porque no es aceptable que se utilice el terrorismo para coger ventaja en el camino hacia la autodeterminación (como ha hecho el PNV a veces), pero tampoco lo es que se utilice la lucha antiterrorista para bloquear este o cualquier otro camino que se recorra democráticamente. Los proyectos del PNV y del PP son opuestos. Pero es noblemente, en las urnas y, después de la violencia, que hay que dirimirlos. Éste debería ser el compromiso que surgiera de un diálogo.
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