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Plagios y asesinato

"Lo que no es tradición, es plagio". NietzscheCuando uno escribe flota dentro de sí mismo y ve las cosas perfectamente aisladas afuera. No las ve tal como son, pero conoce su sentido real. Un enorme letrero luminoso que se enciende mostrando en letras rojas, Bristol: Cigarrillos importados. Una radio que suena lejos y la voz de una mujer que llama a alguien desde una ventana, una muchacha que va caminando con el estuche de un violín, ya tarde, por la calle Krakovska. El dibujo que traza una gota de lluvia en la ventana ¿De dónde nos vienen estas imágenes cuyo sentido tenemos que interpretar si vamos a contar una historia? Quizá provengan de una tarde remota de cine, a saber cuándo y en que ciudad, o tal vez de una noticia leída distraídamente en el periódico, o de la música de una canción escuchada de madrugada en la radio de un taxi, o de una novela leída hace más tiempo del que podemos recordar y de la que acaso hayamos olvidado el título y hasta el autor y sólo contemos con esa impronta impalpable de una sonrisa alargada por encima de un mantel a cuadros en un cafetín casi vacío. Una sonrisa pobre como pidiendo perdón para sí misma, por las cosas que ocurren y no se entienden y no tienen remedio. Creo recordar el intenso sabor a infierno que dejó en un hombre mayor la visión de una adolescente patinando al borde de los primeros fríos en medio de una casi llovizna que caía indiferente, y recuerdo muy bien el momento en que un poeta chileno, que desde luego no era Neruda, se despide de una mujer que sin haberle preguntado si la amaba o no la amaba, caminó con él y se acostó con él una tarde de esas en que las calles se llenan de humareda de hojas quemándose en las acequias. Recuerdo también vagamente a un capitán que tocaba el piano a muchas leguas de profundidad en el salón vacío de un submarino. Todas esas cosas, de un modo u otro, están también en las novelas que escribo. La memoria va mezclando los recuerdos reales con episodios oídos o leídos o imaginados. Unos y otros forman parte ya de nuestro imago mundi, conforman nuestra visión literaria, porque en el fondo la literatura es eso, una nostalgia de cosas imposibles de recordar con claridad.

Nadie soportaría la vida sin otras vidas soñadas, prestadas o robadas. En ello radica la esencia de este oficio. Escribir responde a un impulso netamente salvaje y depredador: es preciso precipitarse desde lejos, desgarrar el lenguaje, arrancarle el corazón y transplantarlo a lo no vivido. Se necesita ser muy ingenuo o muy cínico para considerar como nuevas ideas y sentimientos que han recorrido la Literatura durante siglos. Quiero decir con esto que no creo que el verdadero sentido de la Literatura sea su originalidad. La Literatura es una tradición y una herencia. Está llena de préstamos e intercambios. Hay homenajes a otros escritores, influencias, venganzas, parodias, discusiones secretas... El Espíritu Santo tomó prestado el Diluvio Universal de la gesta de Gilgamesh, Shakespeare se inspiró en otros escritores renancentistas. Pirandello plantea en sus cuentos ciertas situaciones que recuerdan mucho los escritos de Kafka. "Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una a su manera", escribió Tolstoi en Ana Karenina y este tipo de comienzo lapidario y en apariencia insólito se convirtió en un recurso especialmente explotado en el relato corto: "Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama", dice Cortázar en uno de sus cuentos. "La vida es doble. O por lo menos doble", escribió Abelardo Castillo en El decurión. Son algunos ejemplos. Pero el mero hecho de estar en el mundo como seres absolutamente singulares produce una reacción antagónica con la realidad, un modo propio, personal, íntimo si se quiere, de expresar las mismas cosas que otros han expresado antes. Ésa es nuestra única originalidad.

Reconozco que para un colectivo tan extremadamente puntilloso con la cuestión del ego y que se toma a sí mismo tan en serio, como la sociedad de los poetas, debe resultar especialmente dura la idea de deber algo a sus antecesores, no digamos ya a sus contemporáneos a los que normalmente se ignora y a veces ni siquiera se llega a aceptar que existan. Cuando Thomas Mann estaba escribiendo Doktor Faustus, recibió El juego de los abalorios, de Hermann Hesse. Al empezar a leerlo se dio cuenta de lo mucho que tenía en común con lo que él estaba haciendo y sintió una gran desazón, sobre todo porque el libro de Hesse ya estaba terminado. ¿A quién no le ha ocurrido algo parecido alguna vez? Las afinidades electivas existen desde mucho antes de Goethe. Existe el azar, existen las almas gemelas, la hermandad universal, existe incluso lo que los científicos llaman criptomnesia. Pero existe también, no lo olvidemos, la tradición literaria, un sustrato riquísimo del que todos nos alimentamos, aunque a nuestra vanidad le cueste admitirlo y sea duro, que a uno le recuerden de cuando en cuando que, no es único, ni irrepetible, ni está solo en el mundo. Un escritor original no es aquel que no imita a nadie, si no aquel a quien nadie puede imitar: "Fue un domingo en las claras orejas de mi burro, de mi burro peruano en el Perú (perdonen la tristeza)". César Vallejo, único, él sí y desalmado con la sintaxis.

La Literatura, querámoslo o no, es una vejiga primordial en la que todos acabamos bebiendo, de la que tomamos ideas, recursos, argumentos... Sin embargo, para beber el caldo sagrado, la mente necesita purgar antes su ignorancia. Hay que interiorizar esa herencia pasándola por los tuétanos y el intestino, estar dispuesto a fermentarla con gotas de la propia sangre, sudor o bilis. El problema no es cuando se toma algo de otro autor (quien no la haya hecho alguna vez, que tire la primera piedra) sino cuando se hace sin pasión, ni arrebato, ni deseo, ni lujuria, ni ansia abyecta de comunión. O sea cuando se plagia, como quien ve llover, casi por aburrimiento, de pura trivialidad. El actual Premio Nacional de las Letras, Martín de Riquer, decía recientemente en una entrevista parafraseando creo que a Unamuno: "Plagiar sólo es aceptable tras el asesinato". Es decir, cuando partiendo de una idea prestada se logra superar el original. Como seguramente ya se habrán dado cuenta ustedes, esta reflexión no tiene nada que ver con el último escándalo que ha removido hasta los cimientos el mundo editorial. Ana Rosa Quintana, lamentablemente para ella y para sus lectores, no ha asesinado nunca a nadie. Lástima.

Susana Fortes es escritora.

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