Ernest Lluch, en el recuerdo
Valencia, calle General Prim 14, último piso. Una niña llorosa con su primer diente que se movía y sangraba. Una madre indecisa y un estudiante que aguardaba a su profesor convertido en dentista involuntario con un hilo de coser. Treinta años después esa niña, Eulalia, y sus hermanas Rosa y Mireia, nos daban un ejemplo de coraje y entereza, de coherencia y amor filial, defendiendo ante el millón de manifestantes movilizados por las calles de Barcelona, ante Aznar y ante toda España, el deseo de su padre, asesinado por buscar en el diálogo un camino de esperanza para el problema vasco.No me resulta fácil escribir estas líneas. Son muy complejas las relaciones y los sentimientos que nos unían con Ernest. Respeto, admiración, complicidad vital, gratitud por tanto como hemos recibido de él y la seguridad de contar siempre con su ayuda, con su consejo, con su estímulo, con sus continuas sugerencias. Con el ejemplo de un hombre volcado, casi con pasión desmedida, en el trabajo intelectual. Y que agradecía, y exigía, más la crítica y la discrepancia rigurosa que el elogio. Una amistad truncada por un trozo de plomo y una mano asesina.
Y en la desolación prefiero en estos momentos buscar consuelo en la memoria. Ver la imagen de aquel joven con flequillo, con un aire despistado -entre Tony Perkins y un minyó de muntanya, lo describía acertadamente en la época la revista Gorg- que hacía suspirar a más de una compañera cuando entraba a clase, papeles y libros en la mano, jamás usó cartera, y con dicción algo dificultosa nos conducía por el pasado y el presente de la economía y nos enseñaba que nuestra ciencia no era tanto un conjunto de verdades como una máquina para encontrarlas, una forma de pensar y un conjunto de instrumentos analíticos que había que dominar.
No puede concebirse la Facultad de Ciencias Económicas de Valencia, en su estado actual de desarrollo, sin la influencia que en ella ejerció el profesor Lluch. Barcelona era una facultad ya madura, con un cuerpo docente solvente y consolidado. Valencia no. Llegó cuando la primera promoción estábamos acabando y se fue cuando las tesis doctorales que él dirigió, o suscitó e impulsó, ya se habían leído. Lluch se tomaba muy en serio el doctorado frente a los que defendían -los había- que era un simple trámite burocrático, necesario para hacer pronto las oposiciones. Creía que una tesis marca la vida de un investigador, que mientras uno prepara su tesis está casado con ella, vive con ella, con ella se acuesta y con ella se levanta. Cinco años duró el matrimonio de Almenar, Llombart y mío con nuestras respectivas. Juntos las empezamos y juntos, el mismo día, las defendimos. Creo que fue un día feliz para él, tanto o más que para nosotros. Antes había sido la de Ródenas y luego vinieron las de Reig, Martínez Serrano, Soler y Sorribes, que no dirigió formalmente pero que las vivió con igual intensidad, con la avidez que sentía por desbrozar el proceso histórico de la economía valenciana. Por entender un país, el de los valencianos, que siempre sintió como propio.
Si alguien dijo que un buen economista no puede saberlo todo pero no debe ignorar nada, Ernest sería su prototipo. De dónde sacaba el tiempo, se preguntaba, intrigado y con razón, el rector en el Paraninfo. No lo sé. Pero nada humano le era ajeno, desde el más trivial cotilleo -supimos quién era Isabel Preysler, entonces marquesa de Griñón, por él- hasta la más insólita parcela del conocimiento o el déficit del Barça. Gran comedor, parquísimo bebedor, antitabaquista militante, conversador infatigable, erudito, jovial y divertido, que había renunciado a cualquier aspiración a cargo público alguno a no ser -dejaba una puerta entreabierta- en el ámbito universitario o en el mundo futbolístico. Un intelectual honesto, conocido y apreciado internacionalmente, que hizo de la seriedad en la docencia, del estudio y la investigación un estilo de vida y del compromiso con los valores de la tolerancia, la comprensión y la militancia radicalmente socialdemócrata, que hundía sus raíces en Stuart Mill y en el Engels de la "revolución de la mayoría", una prédica y un ejemplo permanente.
Podría haber escrito desde la rabia porque la siento. Desde el odio incluso, yo no soy un santo. Pero desde el profundo dolor que sentimos no les daré ese gusto. No nos moverán un ápice de unas convicciones democráticas que tanto deben a Lluch. Y la ira, la justificada ira, se quedará donde está, royéndonos las entrañas. Nos han quitado a Ernest, me aferro al recuerdo.
Segundo Bru es catedrático de Economía Política y senador socialista por Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.