Emocionado disenso JUAN MANUEL EGUIAGARAY
A Ernest Lluch, pontífice bueno e inteligenteYa sé que no es grave que uno disienta de la mayoría. Ni siquiera lo es que se piense que uno no tiene razón. En primer lugar, porque las mayorías cambian. En segundo término, porque, habiendo tanta gente equivocada sobre tantas cosas, no es extraño que uno pueda pertenecer al grupo de los que yerran. Lo que sí sería grave es que uno pudiera tener razón y careciese del coraje, el derecho o la oportunidad de expresar sus posiciones. Más aún en una cuestión tan opinable, tan sujeta a la pasión como a la controversia y en la que es difícil reconocer autoridades indiscutibles. La mía, va de suyo, es perfectamente discutible. Sólo tiene a su favor los argumentos que la avalan y la posibilidad -ésa que a Ernest le arrebataron para siempre- de ser expresada. De modo que vuelvo a reivindicar el derecho a equivocarme al considerar la situación del País Vasco y sus remedios.
La añoranza es un sentimiento muy humano. Sirve de alivio y de consuelo temporal y, si uno no se queda prendido a ella, resulta un estímulo para la superación de los malos momentos. Cada vez que algo es claramente peor que lo anterior sentimos el deseo de volver a lo ya vivido -los buenos viejos tiempos-, que es, por otro lado, de lo único que guardamos recuerdos. Con frecuencia, sin embargo, olvidamos que el futuro nunca reproduce el pasado y que las condiciones que lo produjeron, por imposibles o por distintas, son irrepetibles en los tiempos que están por venir. Lo que produce el frustrante resultado de empeñarnos en buscar lo inexistente en vez de trabajar por lo posible.
Las circunstancias de la vida política vasca y española y la enconada acción del terrorismo han vuelto a resucitar la melancolía y la añoranza por unas formas específicas de gobierno -la coalición de nacionalistas y socialistas- con absoluta abstracción de las circunstancias que, en su momento, las hicieron posibles y de los contenidos que las legitimaron. Como si se tratara de una nueva forma de fundamentalismo teológico, un sector de la población y hasta de la opinión ilustrada se siente compelido a expresar acríticamente su preferencia por semejante coalición, al margen de los contenidos democráticos hoy exigibles a la acción de gobierno en Euskadi. Contra la más elemental de las racionalidades. Como si la amistad personal de algunos de los protagonistas políticos, la relación histórica entre los partidos o, lo que es peor, la magia -magia potagia, en este caso- del control y el disfrute del poder pudieran garantizar por sí mismas los mínimos democráticos indispensables para afrontar la situación que vivimos.
Soy consciente de la superior posición estética que mantienen en el debate político los que se limitan a recomendar el diálogo y el entendimiento sin asumir, a renglón seguido, el riesgo y la obligación de dar cuenta del qué, del cómo y del para qué. Al fin y al cabo, ha sido frecuente la confusión entre los predicadores y los políticos, con ventaja, naturalmente, para los primeros. Y no se me escapa tampoco la contradicción aparente en la que nos situamos quienes al defender el derecho a la diferencia, la legitimidad de las opciones políticas distintas de las nuestras o, más brevemente, el derecho de los nacionalistas a serlo con todas sus consecuencias expresamos sin ambages el desacuerdo de hoy precisamente para hacer posible el entendimiento de mañana. Por la sencilla razón de que nos parece inevitable una clarificación de posiciones, no un nuevo ejercicio de ficción capaz de tranquilizar por un rato a las almas más atormentadas por los titulares del día, mientras se ignoran deliberadamente los fundamentos que alimentan y perpetúan una vida social ya demasiado tiempo atormentada.
Algunos amigos y no pocos analistas, a los que respeto mucho, llaman a esta posición el intento de demonización del nacionalismo. Como jaculatoria dialéctica me parece un hallazgo -¿a quién le gusta jugar a los demonios?-, aunque no acierte a saber cuál sea su fundamento racional. La verdad es que resulta fácil argumentar, y demostrar, que quienes así se expresan parecen confundir el nacionalismo -como partido político y como movimiento social- con las más recientes decisiones y proclamas de Arzalluz y de Egibar. Confunden el rotundo rechazo y la crítica de posiciones no democráticas con la intolerancia. Y, desde luego, hacen nula justicia a las decenas de miles de nacionalistas vascos que, fieles o críticos con la dirección actual del partido de su elección, se sienten muy lejos de opciones soberanistas, en muchos casos, son ajenos a planteamientos etnicistas, la mayoría de las veces, están irritados por las apelaciones al Rh, en casi todos, y, por encima de todas las cosas, no soportan que alguien pueda identificar los fines del PNV y del nacionalismo democrático al que votan, que son, además, sus fines personales, con los pretendidos por la banda de desalmados que se alojan bajo las siglas de ETA. Porque siendo nacionalistas todos ellos, y no teniendo en general la más leve intención de dejar de ejercer como tales, son los más interesados en la clarificación de las posiciones de su partido. Para que, con toda razón, y como tantas veces ha reclamado el propio portavoz del PNV en el Congreso, Anasagasti, no se confunda a la gente decente con la indeseable.
No. No se trata de demonizar al PNV. Mucho menos de empujarle para que se vaya al monte. Una excursión para la que, hasta ahora, el PNV no ha necesitado el aliento de nadie y tampoco se espera que pida consejo si, por fin, decide plantar sus tiendas en la cima. Se trata simplemente de que cambie de posición ...si desea hacerlo. Para que nadie se confunda y vaya a tomar las churras por las merinas, a los oñacinos por los gamboínos, y las posiciones democráticas por las que no lo son en absoluto.
Es verdad que parece haber quien no quiere que el nacionalismo baje de la cima del monte. Porque así, al descubierto, sin la cobertura del bosque, es más fácil tirar a dar. Y mientras el PNV ocupa la cima se puede, además, acariciar la idea de ocupar todo el valle. No seré yo quien considere ilegítimo semejante propósito. Lo que se me antojan insufribles son los medios que se emplean. Y no sé cómo la competencia por los muertos -que son ya tantos que afortunadamente no pueden ser de nadie- o la gasolina verbal con que el presidente del Gobierno se empeña en rociar los fuegos que otros atizan pueden parecer las mejores vías para afrontar el presente o, mucho menos, para construir el futuro. Conscientes, al parecer, de la magnitud de la tarea y de lo menguado de sus exclusivas fuerzas para ocupar todo el valle, los que así operan llaman a los demás no para recabar su concurso, como sería de ley, sino para exigir sin discusión la ayuda que no se han ganado.
Pues bien: yo disiento. Disiento respetuosamente de quienes creen que la emoción del pasado, el afecto conocido y cultivado, o la propia voluntad de acuerdo de futuro, puedan presidir las decisiones del presente sin que medien cambios y rectificaciones. Aun que algunos se empeñen en la evocación nostálgica.
Es verdad que quienes se encargan de escrutar los signos de los tiempos mediante el estudio del color de los higadillos de ave nos dan cada poco indiscutibles motivos para creer en la reorientación de la política nacionalista... en palabras de Ibarretxe. Una reorientación que, naturalmente, Arzalluz se encarga de clarificar de modo tan inmediato como inequívoco.
No es cuestión de vestir sayales o cenizas, muy propias de un espíritu colorista y vengativo pero tan poco creíbles como inapropiadas para la política. Es, sobre todo, una cuestión de tiempo y de actitudes. En política eso suele llevar al lugar por excelencia para la reflexión que es la oposición; un lugar poco deseado en el que, no obstante, se pueden madurar las estrategias del futuro y restañar las heridas del presente. Claro que no es seguro que así haya de ocurrir. No, como es obvio, si los vascos no lo quieren con sus votos en las próximas elecciones autonómicas, cuando sea que acaben por convocarse. Y, si eso ocurriera, todos los problemas quedarían abiertos.
La verdad es que, puestos a pensar en alto y con perspectiva, nada me parece más relevante para el interés público que saber si es posible configurar un Gobierno vasco con el principal, y casi único, objetivo de conducir la estrategia política, social y policial contra el terrorismo, en colaboración con el Gobierno central. Confieso que no se me alcanza a quién pueden importarle en este momento otros elementos programáticos de los partidos que no sean los propios del esfuerzo por asegurar cuanto antes los mínimos democráticos de la convivencia en paz y en libertad. Es cierto que eso, efectivamente, suele llamarse unidad de acción y adquiere justificación en situaciones políticas graves. Bien: me temo que estamos claramente en una de ellas. No sólo por la intensidad de la ofensiva terrorista, sino, aún más, por la divergencia radical en la estrategia de las fuerzas políticas democráticas y los efectos sociales derivados. Y, en ese caso, de lo que se trata es de articular la colaboración en un Gobierno simplemente democrático, tras conocerse la relación de fuerzas surgida del voto de los ciudadanos.
Si el lector comparte conmigo que éste es el marco en el que nos situamos y lo que demanda nuestro esfuerzo, probablemente encontrará tan llamativo como yo que ni el PNV ni el PP quieran oír hablar de semejante hipótesis, enfrascados en sus respectivas estrategias preelectorales, mientras se dedican a entonar cantos de sirena en la dirección del Partido Socialista. Uno desde el monte. Otro a la espera de ocupar el valle. Alguien debiera trabajar en otra dirección. Sin ingenuidad. Pero con absoluta decisión.
Juan Manuel Eguiagaray es diputado socialista por Murcia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.