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Tribuna
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La superstición de las finanzas

A la gente de letras (por aplicar un eufemismo que evite la autoflagelación en términos más duros) nos han intentado reformar desde la infancia y atenuar nuestra natural inclinación por las conductas desordenadas. Las gentes más bien idealistas y dispersas acabamos interiorizando algunos antipáticos conceptos: la importancia del dinero, la necesidad de adoptar posturas prácticas a lo largo de la vida, la certidumbre de que lo que de verdad sustenta el mundo son cosas sólidas, concretas, las leyes diáfanas de la ciencia y de la economía.Y sin embargo la economía, que había pasado, en nuestras mentes profanas, a convertirse en paradigma del rigor y la eficacia, se revela como algo cada vez más difuso y atrabiliario, algo escurridizo que se escapa a las leyes de la lógica. El mercado financiero es el mejor ejemplo de esa contingencia: la bolsa es un sorteo de lotería de acceso restringido, y los valores de alta tecnología la demostración final de que la economía es algo tan riguroso en su formulación pero tan caprichoso en sus efectos como la teología medieval, los juegos de magia o la astrología.

Los valores tecnológicos se mueven en la bolsa como globos de aire caliente. Por otra parte, el precio de la vivienda, asombrosamente, no deja de crecer, por muchas nuevas viviendas que se hagan y por mucho que descienda el nivel de población. En los mercados financieros ya se negocia con futuros. De hecho, yo cuento con un pariente que maneja esos objetos inaprehensibles. Asegura que moverlos de un lado a otro (son movimientos ficticios) generan sustanciosos réditos. Yo callo y asiento, con el mismo respeto supersticioso con el que un campesino medieval podía asistir a las admoniciones de un dominico del tribunal de la Santa Inquisición.

El dinero hoy día se multiplica en virtud de juegos de prestidigitación, aunque para los que vivimos de nuestro trabajo esto sólo sea un presentimiento. Trabajar, es decir, generar pequeños y concretos ingresos a cuenta de generar también pequeños y concretos bienes sociales, se ha convertido en algo parecido a lo que podría ser en otra épocas una economía de subsistencia. En realidad, el auténtico dinero corre por estratos superiores (y ocultos) del universo económico. El trabajo (e incluso la honesta gestión de la pequeña empresa) son hoy día menesterosos oficios de paganos. La pasta corre en manos de brujos financieros, mediante desplazamientos crediticios de cifras incalculables, mediante la dialéctica bursátil de productos financieros, volátiles como la materia gaseosa. Nuestra sociedad ha vinculado la economía (como ciencia, como actividad, como profesión e incluso como filosofía de vida) a lo riguroso, lo práctico y lo cuantificable. La realidad es sin embargo bien distinta.

Recientemente, la OPEP calculaba que la especulación bursátil en el sector del petróleo había llegado a doblar en una jornada la producción real de barriles. Por su parte, Terra acumula unas pérdidas de 47.500 millones de pesetas en nueve meses y la bolsa la premia con una fuerte revalorización. Cuando las acciones de Terra salieron al mercado valían 11'91 euros, pero pocas semanas después valían 157. Ahora rondan los 19. Si los vaivenes ciclotímicos de la bolsa los padeciera una persona física diríamos sin dudar que se trata de un tipo desequilibrado, que de él no se puede esperar nada, un individuo poco práctico al que nadie contrataría para trabajar en su negocio.

Si hoy imaginamos con pasmo las divagaciones teológicas de la Edad Media, dentro de algunos siglos se analizará nuestro incomprensible capitalismo financiero como un fenómeno absurdo, donde las auténticas energías productivas se subordinaban a los juegos especulativos, a aquella lotería babilónica de la que hablaba Borges. No es cierto que la economía sea el paradigma de la racionalidad . Por cierto, un cuento de Borges es una maquinaria perfecta, mientras que los vaivenes del mercado financiero son una manifestación de histeria de los profundos desequilibrios que anidan en el fondo de nuestra especie.

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