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Tribuna:LA CASA POR LA VENTANA
Tribuna
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Hasta la ciencia será cosa de risa

Está por hacer la crónica entera de la conversión de los museos de ciencia en parques de atracciones para niños

Es decir, que se le supondrá al cronista toda clase de aficiones al mal humor, cuando lo cierto es que su tono vital es aceptable incluso para su médico, el paciente doctor Pagá, y en armonía con el estado natural del alma humana, por más que Gonzalo Puente Ojea cruce sus garfios laicos cada vez que se menciona al espíritu, ese García-Gascó de sacristía... La cosa es que se musea a la ciencia cuando se la practica poco y se la subvenciona menos, que una cosa es la investigación científica y otra la tecnología militar. Y sobre todo cuando el acto inaugural a la valenciana queda inmortalizado en la foto del político presa de otro episodio de jovialidad al darle al botón que convulsiona el emblema del edificio emblemático. Tengo dicho que Eduardo Zaplana -recogido tu rebaño ¿adónde vas, pastorcillo?- pisa escenario con tanta desenvoltura como David Bowie, haciendo camino con salero desde las caderas hacía abajo, algo que nunca haría un lector de Antonio Machado. Pero me veo obligado a rectificarme, y bien que no me pesa.Al contrario que el apóstol anglosajón del glam, nuestro airoso President se desliza por pasillos, escenarios y tarimas con la premura característica del condenado a galeras, forzado a tener siempre el norte -cualquiera de ellos- como objetivo de unos remos que dejan de existir en el mismo momento en que se detienen. Tesitura muy engorrosa que algunos definen a la manera de fuga perpetúa hacia delante como único propósito firme de una navegación rutilante. Es preciso no volver jamás la mirada hacia lo que se va dejando atrás, porque la figura parental de Lot acecha por todas partes todavía. Se ignora la razón -pese a tanto Calatrava de por medio y su arquitectura de manual jurásico- de que todo esto tenga ese regusto de postal en sepia donde brillan las orlas ribeteadas del calendario zaragozano, pero ahí está Manuel Toharia para repetir lo que ya dijo en la portada del reportaje televisivo. Que en este museo de ciencia de artilugio para la población chica, más numerosa de lo que asegura la timidez de las encuestas, se prohíbe no tocar y no pensar y no sentir, que debe ser algo así como un resumen de la realidad virtual que se adjudica por la cara a las muestras emblemáticas de este tipo.

Lo digo mayormente porque el director científico del parque mediático de las ciencias (millón de eventuales visitantes por año nos contemplan) hace esas y otras aseveraciones -mientras, con una sonrisa lindante con la obsequiosidad de los invitados a una fiesta inesperada, le indica a su jefe el botón que ha de tocar para que el conjuro final se ponga en marcha-, las hace, digo, llevado aún de esa exasperada energía con la que el profesor de barrio blanquea con tiza el encerado de la clase. Faltaba Imanol Arias y el equipo de Querido maestro en el tinglado. Se prohíbe no tocar, se prohíbe no pensar, se prohíbe no sentir. Ese es, ni más ni menos, el alegre lema de un museo de la ciencia que, al menos en su formulación publicitaria de salida, ignora que tanto la ciencia como su exposición parece enemiga de cualquier clase de interdicción, y que, de alcanzar ese lema desdichado cierto arraigo en su pretensión, bien podría extenderse a otras muchas prácticas sociales que prosperan al abrigo de una cierta propensión a la actitud prohibitiva.

Ese desahogo de spot televisivo, esa arrogancia inmotivada, esa juvenil exhortación a la imposición de ciertas reglas (¿y qué hará la dirección del asunto si algún visitante se niega a tocar, pensar o sentir? ¿O, lo que es peor todavía, si lo hace en sentido contrario? ¿Lo expulsarán? ¿Le devolverán el precio de la entrada?) parece más propia de un provinciano farruco que de responsable científico de parque politemático recién inaugurado. ¿Tendremos también que soportar la palabrería de aluvión acerca de la ciencia y sus expositores, después de haber tragado con el audiovisual, las artes escénicas o la magnificencia transoceánica de nuestros innumerables artistas plásticos? Sin ir más lejos, a los ingenieros pantanistas del María Crístina no sólo se les abre una vía de desagüe cuando menos lo esperaban sino que yerran hasta cuatro veces en su intento de taponarla y además se las cae la grúa de faena al fondo del pantano, tal vez avergonzada de tanto trajín para nada. En el recorrido actualizado por un museo de trinqui sobre las grandes aventuras de la ciencia -en el que además estarían prohibidas por la autoridad gubernativa actividades tan preservadoras como las de no tocar ni pensar ni sentir- podrían albergarse las enseñanzas pertinentes acerca de cómo taponar una presa que se desangra sin remedio. La grúa en el lodo sería el título verdadero de este nuevo pasatiempo dominical sobre los misterios al descubierto de la ciencia divertida, al precio de saldo de cien mil quilos en canal. Y los becarios de ciencias que sigan sorbiéndose los mocos, a la manera de Juli Millet, en las esquinas ciudadanas con semáforo científico.

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